Persiana bajada
EN ALGUNAS comunidades españolas, los domingos se podía ir a una floristería pero estaba prohibido que abrieran las panaderías. El Tribunal Constitucional, en un reciente fallo, ha anulado las leyes restrictivas que sobre apertura de comercios en festivos existían en Galicia y Valencia. Otro tanto ha hecho el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en esa comunidad. El Constitucional no argumenta sobre si resulta objetable esta intromisión reglamentista en los horarios de un tendero. Lo que debe respetarse, dice, es la unidad de mercado y acatarse en toda España la norma de 1985, el decreto Boyer, que fijó la libertad de horarios. Sindicatos y gremios ya han empezado a moverse, y una comisión acaba de plantear al nuevo ministro del ramo la derogación de ese decreto.El argumento principal de quienes postulan este antiguo respeto a las fiestas de guardar no tiene nada que ver con hábitos de tradición católica. Sostienen que los únicos beneficiarios del decreto Boyer han sido las grandes superficies porque son las únicas que tienen una plantilla suficiente para mantener el servicio. Es verdad que la proliferación de estos grandes comercios ha perjudicado al pequeño minorista. Pero las razones deben buscarse más en su capacidad de manejo financiero -con pagos aplazados innegociables al distribuidor- y en su volumen de compras, que permite una política de precios a la baja -aunque, en contra de las apariencias, no todo es jauja-. El desgaste del pequeño comercio contribuye al goteo del paro sin que la apertura de los llamados hiper compense este drenaje laboral. Es cierto, pero pretender que la fórmula salvadora sea esa especie de toque de queda festivo es un error de bulto. Es más, la generación de empleos temporales en las grandes superficies para cubrir la demanda dominical no puede desdeñarse en una época como la presente.
La libertad de horarios, de la misma manera que no obliga a nadie a abrir un domingo, tampoco prohíbe cerrar otro día u otras horas, por lo que el pequeño tendero puede administrar los recursos humanos de su comercio sin necesidad de que el servicio dominical, si quiere darlo, suponga un coste insoportable.
Pero en este debate queda una última voz: la del consumidor al que, se supone, todos quieren servir. En la retórica del halago mercantil hay la acreditada frase de "el cliente es el rey". No deben creérselo mucho quienes intentan que sólo sea cliente a horas convenidas y nunca en domingo. La incorporación de la mujer al trabajo ha obligado a cambiar los horarios de las compras hogareñas -en la medida que todavía, y mayoritariamente, recaen en ella- y eso deberían tenerlo muy presente quienes quieren levantar tantos impedimentos. El derecho del comerciante a abrir cuando quiera y le convenga -salvo en el caso de los considerados servicios imprescindibles, que son regulados para evitar que una ciudad, por ejemplo, pueda quedarse sin farmacias en agosto- coincide con el derecho del consumidor a que el pulpo de la Administración no se entrometa en una decisión tan particular como es el día en que a uno le apetece comprarse una estufa. Y ahí hay un aspecto que se les escapa a los teóricos del bloqueo horario: comprar también es una actividad de ocio. En Estados Unidos ya hay quien ha teorizado sobre los grandes supermercados como nuevos jardines urbanos donde la gente, para comprar cuatro cosas, pierde una mañana paseando entre estanterías, con el niño subido al carrito. Subsiste además el gusto por la amabilidad del pequeño tendero, que conoces y te conoce, especie inencontrable entre la high tec de los hiper. Si los rigoristas del horario aceptan este aspecto ocioso del ir de compras -añadido a la mayor o menor necesidad de comprar- deberían ser consecuentes y proponer, con igual machaconería, el cierre dominical de los cines.
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