La sombra del águila (5)
Los adverbios del mariscal Leloup
A lo lejos estalló un polvorín, una especie de hongo de fuego que iluminó las nubes grises que se cernían sobre Sbodonovo, y el estampido llegó un poco más tarde, amortiguado por la distancia. Algo así como un tuum-pumba sordo que hizo temblar las plumas en los sombreros de mariscales, generales y edecanes alrededor del Enano. El mariscal Leloup, que en ese momento miraba por el catalejo, aseguró que en lo alto del hongo se veían figuritas humanas, pero Leloup tenía fama de exagerado, así que nadie le hizo mucho caso. De todas formas, el pelotazo había sido tremendo.-¿Son rusos o de los nuestros? -indagó el IlUstre, interesado.
-Rusos, Sire -aclaró alguien.
-Pues que se jodan.
Y siguió a lo suyo, que en ese momento consistía en seguir los movimientos del mariscal Ney. Después de despachar a Murat para que organizase su carga de caballería, el Enano había decidido olvidarse un rato de nosotros, o sea, del 326 de línea, para dedicar su atención a otros aspectos de la batalla. La cosa era que Ney, poniéndose a la cabeza de un par de regimientos de cazadores y granaderos de la Guardia, estaba a punto de tomar por cuarta vez, a la bayoneta, los escombros humeantes de la granja que dominaba el vado del Vorosik, por donde se nos habían estado colando durante toda la mañana los escuadrones de caballería cosaca que tanto daño hicieron en el flanco derecho. En ese preciso instante, Ney, despechugado y sin sombrero, como siempre, con la casaca hecha trizas y la cara tiznada de pólvora, peleaba al arma blanca como un soldado más después que le hubieran matado cuatro caballos frente a la granja, uno por asalto, contra los rusos que todavía aguantaban a esta parte del vado. La granja del Vorosik se había convertido en una de esas carnicerías memorables, sablazo va y sablazo viene, zas-zas, bayonetas por todas partes, fulanos gritando de furia o de pavor, y sangre chorreando a espuertas, como si entre los muros calcinados de aquel recinto de locura hubiesen degollado a una piara de cerdos. Y en esto que los rusos empiezan a chaquetear, tovarich, tovarich, y a largarse hacia el río, y Ney les dice a los suyos apretad que es pan comido, muchachos, darles lo suyo y que no vuelvan a por más, y los granaderos de la Guardia con los bigotazos y los aros de oro en la oreja y los gorros de pelo de oso y las bayonetas de cuatro palmos que avanzan como segando hierba, zas, zas, no deis cuartel, grita Ney cabreado porque lleva toda la mañana atascado en la puñetera granja, y a los ruskis les meten el niet, niet en el cuerpo a bayonetazos, salvo a los jefes y oficiales que se rinden, a ésos la orden es cogerlos vivos porque los oficiales son unos caballeros, Marcel, que no te enteras cómo se te ocurre volarle la sesera a ese capitán que se rendía, acabas de cargarte a un caballero, pedazo de imbécil, a ver si crees que todos son como tú, carne de cañón, o sea, chusma.
Arriba, en la colina del puesto de mando, el Petit le pidió el cata lejo a Leloup y echó un vistazo. Sonreía a medias, como cuando recibió la carta del emperador austriaco diciendo que sí, que María Luisa estaba en edad de me recer y él aceptaba, qué remedio, convertirse en suegro del Ilustre. No hay como ganar Marengos y Austerlices para emparentar con la realeza y marcarte un rigodón en Viena, o tal vez fuera un vals, con todas las frauleins mirándole el pa qúete al apuesto Murat, doner und blitzen con el feldmariscal, siempre tan ceñidito él y eructando a los postres, mientras el emperador de los osterreiches tragaba quina por un tubo, mordiéndose el cetro de humillación, con los franchutes de amos del cotarro y el Enano con su uniforme de los domingos dándole palmaditas en la espalda, ese suegro simpático, y rumboso, Papi, cómo lo ves. La única pega para el Enano era que la tal María Luisa respondía más bien al tipo cómo pretendes que yo te haga eso, es poso mío, qué diría Metternich si me viera en esta postura. Mucho oig y mucho remilgo, eso era lo malo que tenían aquellas princesas tan educadas y tan Habsburgo. Poco imaginativa, a ver si me entienden, del tipo me duele la cabe za, querido, o bien ay, hola y adiós. En ese aspecto, el Enano seguía añorando a su ex, la Beauharnais, eso sí que era calor criollo a ritmo tropical, llegaba, un suponer, de ganar la campaña de Italia, y allí estaba Josefina en la Malmaison, relinchando como una yegua, siempre lista para darle un carga de coraceros en condiciones. O dos.
-¡Leloup!
-A la orden, Sire.
-Escriba a París. Estimados, etcétera. Dos puntos. Sbodonovo está a punto de caer, moral alta, victoria segura -echó un vistazo rápido al flanco derecho, donde el humo de las explosiones ocultaba en ese momento al 326-. Mejor escriba prácticamente segura, por si acaso.
-El adverbio es superfluo, Sire -insinuó Leloup, que era un mariscal miserable y pelota.
-Bueno, pues elimine el adverbio. Y añada que Moscú es nuestro, o casi.
-Muy bien, Sire -Leloup escribía a toda prisa, con la lengua en la comisura de la boca, muy aplicado-. ¿Qué frase histórica ponemos esta vez como fórmula de despedida?
-No sé -el Enano paseó la vista por el campo de batalla-. ¿Qué le parece en el corazón de la vieja Rusia 15 siglos nos contemplan?
-Magnífica. Soberbia. Pero ya usasteis una parecida, Sire. En Egipto. ¿Recordáis...? Las pirámides y todo eso.
-¿De veras? Pues cualquier otra -el Enano echó un nuevo vistazo alrededor, deteniéndose otra vez en la humareda que ocultaba al 326-. Algo de las águilas imperiales. Siempre queda bien eso del águila. Tiene garra.
Y se rió de su propio chiste, coreado por el mariscalato en pleno. Muy bueno, Sire. Ja, ja. Siempre tan agudo, etcétera. Qué gracia tiene el jodío, Después, todo el Estado Mayor se apresuró a sugerir variantes, Sire, el águila vuela alto, las alas del águila, la nobleza del águila francesa, Sire.
-¿La so-sombra del águila? -apuntó el general Alaix.
-Me gusta -asintió el Enano, aún con los ojos fijos en el flanco derecho-. Eso está bien, Alaix. La sombra del águila, bajo la que se baten los valientes. Como esos españoles de allá abajo, en mi ejército de veinte naciones. Mírelos: bajitos, indisciplinados, con mala leche, siempre tirándose unos a otros los trastos a la cabeza... Y, sin embargo, bajo la sombra del águila imperial, van hacia la muerte como un solo hombre, en pos de la gloria.
Batió palmas el mariscalato.
-Sublime, Sire.
-Lo ha dicho un gran hombre.
-Es que el que vale, vale. Y el que no, con Wellington.
-Menos coba, Leloup. No sea imbécil -el Ilustre requirió el catalejo y echó una ojeada a retaguardia-. Por cierto, ¿qué pasa con Murat?
Los mariscales empezaron a ir y venir aparentando estar muy ocupados en el asunto, a despachar batidores a caballo con mensajes para acá y para allá, Murat, a ver qué pasa con Murat, ya estáis oyendo que se impacienta el Emperador, esa carga es para hoy o, para mañana, nomdedieu, así no hay cristo que gane esta guerra. Y los batidores ga
La sombra del águilaLos adverbios del mariscal Lelup
lopando hacia cualquier parte sin saber dónde ir, agachándose bajo los cañona zos y jurando en arameo, con los mensa jes ilegibles e inútiles en la vuelta de la manga del dolmán agujereado por los ti ros y la metralla, acordándose de la ma dre que parió a aquel primo suyo que los enchufó como enlaces del Estado Mayor imperial.El caso es que visto así, en general, el Estado Mayor daba la impresión de tener una actividad del carajo, con todo el mundo pendiente otra vez del flanco derecho, donde los fogonazos de artillería se intensificaban de modo alarmante entre la humareda de pólvora. Allá abajo, los cuatrocientos y pico españoles del segundo batallón del 326 de línea habíamos gozado hasrta ese momento de la relativa protección de una contrapendiente suave entre los maizales, una especie de desnivel con cuatro o cinco pajares ardiendo y unos tres o cuatrocientos muertos repartidos un poco por aquí y por allá, el rastro de los muchos ataques sin éxito que la División había llevado a cabo sobre ese punto durante la mañana, y en la que el mismo general Godinet se había cambiado el fusil de hombro, ya me entienden, nosotros los españoles decíamos dejar de fumar, o sea, morirse. Cada uno eufemiza como puede, mi general. El caso es que Godinet era uno de aquellos tres o cuatrocientos despojos que marcaban el punto más avanzado de la progresión francesa en el flanco derecho frente a Sbodonovo, tal vez aquel fiambre sin cabeza junto al que pasábamos en ese momento. El punto más avanzado de la progresión. Tóqueme la flor, corneta. Suena muy técnico, eso es lenguaje oficial de parte de guerra como lo de repliegue táctico, o movimiento retrógrado hacia posiciones preestablecidas, dos formas como otra cualquiera de decir, Sire, nuestra gente ha salido por pies, hay que joderse. En el flanco derecho ante Sbodonovo, el punto más avanzado de la progresión era el punto en que la carnicería se volvió tan insoportable que los supervivientes habían dicho pies para qué os quiero. Y nosotros, los del 326, apretados unos contra otros en las filas de la formación, blancos los nudillos de las manos por tanto crisparlas alrededor de los fusiles con las bayonetas, estábamos a pique de rebasar el punto más avanzado de la maldita progresión de las narices, el desnivel que con el humo nos protegía: un poco del grueso de la artillería ruski, salvo de la batería que nos hostigaba desde hacía quince minutos. Ahora estábamos a casi nada de quedar al descubierto ante todas las bocas de fuego de la madre Rusia, imagínense el diálogo de los artilleros, Popof, mira quiénes asoman por ahí con la que va cayendo, están locos estos franzuskis, acércame el botafuego que voy a arreglarles el cuerpo con la pieza de a doce. Carga metralla, Popof, que a esta distancia es lo que más cunde. Ahí va eso, que aproveche. Esta por la liberté, ésta por la égalité y ésta por la fraternité.
Raas-zaca-bum. De pronto no hubo cling-clang porque el sartenazo de los ruskis cayó en medio de la forma ción, toda la metralla entró en blando, y es imposible saber cuántos se llevó por delante entre el humo, los gritos y la sor dera que Viene cuando una granada te revienta a la espalda. A los de las prime ras filas nos salpicó sangre encima, pero no era nuestra, y sólo Vicente, el valen ciano, soltó el fusil con una mano pega da todavía a la culata, el fusil girando en el aire con la mano incluida y Vicente mirándose el muñón esperando que al guien le explicara aquello. Quisimos agarrarlo para que se mantuviera en pie, pero el valenciano fue cayéndose al suelo hasta quedar de rodillas, siempre mirán dose la mano, y se quedó atrás y ya no volvimos a verlo. Igual tuvo suerte y al guien le hizo un torniquete y se emboscó allí con una Marujshka de tetas grandes y se convirtió en campesino y fue feliz con muchos hijos y nietos y ya no volvió a ver una guerra en su maldita vida. Igual.
Y e n esto el capitán García, todo pequenajo y ennegrecido a esas horas por la pólvora, nuestro único oficial superior a aquellas alturas del asunto, que seguía sable en alto gritándonos palabras que no entendíamos con el estruendo de los cañonazos, empezó a decirle algo a Muñoz, el alférez abanderado, a quien una esquirla rusa le había sustituido el chacó por un rastro de sangre deslizándosele por la frente y la nariz, que de vez en cuando se enjugaba con el dorso de la mano libre para que no le tapara el ojo izquierdo. No lo oamos con los bomba zos, pero era fácil imaginarlo, Muñoz, atento a mi orden, en cuanto yo te dé el cante abates el águila de los cojones y le pones la bandera blanca, la sábana que llevas doblada bajo la casaca, y la agitas bien en alto para que la vean los Iván, y entonces ya sabes, todos a correr levan tando en alto los fusiles para que sepan de qué vamos y no nos ametrallen a bo cajarro, los hijoputas. Y en las filas pa sándonos la voz, atentos, y en cuanto el capitán dé la orden y Muñoz ice bandera blanca, fusiles en alto y a correr hacia los ruskis como si nos quitáramos avispas del culo, a ver si terminamos de una vez este calvario. Y otra granada rusa que pasa rasgando sobre nuestras cabezas, ahora va alta, muy atrás, y otra que llega más corta, cuidado con ésa, que las trae negras, y acertamos, y la granada tam bién acierta" y más compañeros que se largan a verle el blanco de los ojos al diablo, y el ras-ras de nuestras polainas rozando los maizales tronchados, negros de carbón y sangre, chamuscados por las bombas y las llamas. Y Popof que em pieza a afinar la puntería mientras re montamos los últimos metros de contra pendiente, y más raaaca-zas-bum. Cling clang. Y ahora estamos casi al descubier to y nos están dando los rusos una que te cagas, y García gritando algo que segui mos sin entender, mi capitán, no se mo leste en abrir la boca hasta que no llegue el momento de salir arreando. Y las filas que se estrechan más a ver si hay suerte y la siguiente granada le toca a otro, por que Dios dijo hermanos, pero no pri mos. Y más raaca-zas y más bum-cling clang y más compañeros que se quedan atrás en los maizales, y la contrapen diente que se acaba y humo por todos si tios y ya tenemos las bocas de los caño nes rusos a un palmo de la cara y García que se vuelve y parece que nos mira uno por uno, duro como el pedernal, aquí nos la jugamos, hijos míos, aquí nos sa can el último naipe, a correr que llueve. Y el alférez Muñoz se limpia por última vez la sangre de los ojos y mete la mano en la casaca para sacar la bandera blanca, y abate el águila para sustituir la bandera, y nosotros estamos sudando a chorros bajo la ropa, mordiéndonos los labios de tensión y miedo, y de pronto empieza a caemos metralla rusa a espuertas, por to dos sitios, y todos gritan terminemos de una vez y ya estamos a punto, no de le vantar, sino de tirar los fusiles al suelo y correr hacia los rusos con las manos en alto, españolski, españolski, cuando sue nan trompetas por todas partes, a nuestra espalda, y nos quedamos de piedra cuan do vemos aparecer una nube de jinetes, banderas y sables en alto, cargando por nuestros dos flancos contra los cañones rusos. (Continuará)
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