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La hora del Senado

Se inicia la quinta legislatura y, como todo principio, éste es un hecho, que supone expectativas. El ciudadano, que es perenne contribuyente y periódico elector, se preguntará probablemente en qué medida ese suceso, que tiene mucho de ritual y de solemne, el inicio7 de una nueva, etapa parlamentaria, habrá de influir en sus afanes, en su vivir cotidiano. Las leyes a todos obligan, y la labor de las cámaras tiene una repercusión inmediata en la ciudadanía. Se habla mucho del distanciamiento entre los políticos y los ciudadanos, de la credibilidad de-, creciente de los representantes desde la perspectiva de los representados. No hay divorcio más preocupante que el que se produce entre el pueblo y aquellos que, por su actividad política, son los llamados a interpretar sus opiniones y a personificar sus afanes. Es nada menos que el alejamiento de lo real y lo oficial. Una garantía de crédito, de credibilidad, de cercanía entre políticos y ciudadanos, es, sin duda, la deseable tensión de actividad del Parlamento. Un Parlamento activo, en el que cada cual cumpla su papel con dedicación y rigor, supone, en cualquier circunstancia y en cualquier realidad, la punta de lanza del andamiaje político que habrá de reflejarse en la confianza de los ciudadanos.Dentro de la institución parlamentaria resulta innegable, y todo intento de enmascaramiento sería grave error, el creciente desprestigio del Senado. La llamada Cámara alta suscita escasos fervores y a menudo salta a los medios informativos no por su actividad, sino por su anecdotario, ciertamente amplio y desafortunadamente generador de la descalificación y aun de la chirigota. Resulta claro que el Senado no ha encontrado su lugar en el ámbito institucional. Acaso el español de a pie no se haya preguntado el motivo de este desencaje del Senado, pero sí tiene conciencia e intuición para pensar que esta cámara no sirve para nada.

Los tratadistas y quienes nos movemos en los escenarios políticos podríamos aducir, desde la generalización, que afrontamos en Occidente una crisis bien conocida del bicameralismo, que ha ido perdiendo su actualidad. Desde 1953 a 1976, las opciones unicamerales de Dinamarca, de Suecia, de Grecia y de Portugal apuntalan, desde la fuerza de los hechos, esta idea de crisis del sistema de dos cámaras. Sin embargo, no es menos cierto que esta opción de una segunda cámara ha mantenido su vigencia y vigor en los Estados federales o autonómicos, como es el caso de Estados Unidos, Suiza, México, Australia, Venezuela, Alemania, Austria o Canadá, con gran variedad en sus sistemas de representación. Éste es un aspecto, la vigencia y utilidad del bicameralismo en los Estados no centralistas, que tiene singular significación desde una lectura española.

Lo cierto es que el motivo principal, y acaso fundamental e inequívoco, del desencaje del Senado dentro del ámbito institucional español se debe no a que lo que hace lo haga mal, sino a que no hace aquello que señala la Constitución. No es el Senado Ia Cámara de representación territorial" que quiso el constituyente, y ello en contradicción flagrante con lo que Je daría sentido y justificación. El diseño constitucional de esta segunda cámara se hizo desde la creencia de que no todo el territorio nacional se constituiría en comunidades autónomas. Buena prueba de ello es que fundamentalmente la composición del Senado se basa en elecciones directas de ámbito provincial, y que sus funciones están notoriamente por debajo de las atribuidas al Congreso de los Diputados. La Constitución proclama ese carácter de "cámara de representación territorial" del Senado, pero no hace posible que realmente lo sea. Las funciones parlamentarias no se han marcado, de manera paritaria entre las dos, cámaras, y esa exclusividad territorial atribuida al Senado no se ha ejercitado., Por todo ello aparece como un órgano institucional vacío de contenido, de actividad alicorta, meramente repetitivo de la acción del Congreso de los Diputados. En ese escenario resulta imposible apuntalar su prestigio.

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La quinta legislatura que ahora se inicia parece la etapa oportuna para que el Senado alcance la dimensión que le asigna la Constitución. Tras 15 años de impecable rodaje, la Carta Magna está en condiciones de afrontar la reforma necesaria que garantice el papel que el constituyente quiso para esta segunda cámara. De la reforma constitucional se debe hablar sin miedo. La prudencia no debe embotar la razón, y si en un momento, al poco de aprobarse, resultaba inoportuno plantear una revisión, el transcurso del tiempo hace aconsejable, desde la propia vitalidad de la Constitución, poner al día un asunto, como lo es la reforma del Senado, vital para el enriquecimiento y la culminación del Estado de las autonomías. Una reforma constitucional consensuada, limitada al ámbito del Senado, no debe asustar. Recientemente hubo necesidad de adecuar el texto constitucional al llamado Tratado de Maastricht de manera consensuada y pacífica, y nadie consideró esa reforma -reforma, al fin, por pequeña que fuese- un motivo de alarma.

El papel del Senado no es, de acuerdo con la Constitución, ser una mera cámara de segunda lectura, sino que, además, se constituye en cauce internacional para integrar en un órgano del Estado a las diversas partes del territorio nacional. Hasta ahora, la Cámara alta no ha cumplido ese papel, y ha sido utilizada en las últimas legislaturas como un eco del rodillo implantado por la mayoría en el Congreso, con un criterio dé oportunismo para introducir enmiendas a las leyes que el socialismo, no podía o no deseaba anunciar en el Congreso de los Diputados.

Los programas electorales de la práctica totalidad de las fuerzas políticas incluían la reforma del Senado, y fue asunto tratado explícitamente en el debate de investidura desde la afirmación de no excluir una reforma constitucional consensuada. El Partido Popular ha mantenido siempre esta posición sin abandonar, por supuesto, la vía de reformar el reglamento de la Cámara, a través de la cual se conseguirían determinados objetivos. Pero no debemos conformarnos con la reforma del reglamento sino como un paso a una reforma limitada, desde el consenso, de la Constitución.

Para que el Senado sea una auténtica cámara parlamentaria y una cámara de representación territorial, hay que otorgarle competencia legislativa plena, al menos en las materias que afecten a las comunidades autónomas; debe favorecerse que se convierta en un Parlamento de parlamentos, en el foro natural de encuentro de las autonomías. Al Senado se le ha privado de su función tutelar de la solidaridad interterritorial, incumpliéndose la Constitución en el reparto del fondo de compensación interterritorial y en la realización de convenios entre las comunidades autónomas. En definitiva, al Senado se le ha privado de la capacidad política de información sobre el desarrollo autonómico. Debería ser normal que un presidente de comunidad autónoma informase en el Pleno o en una comisión del Senado. La alta Cámara debe ser el ámbito natural de debate de cualquier proyecto que afecte a varias autonomias. Es urgente una reforma de la Constitución para hacer posibles, entre otras, todas estas demandas razonables. Mientras, desde la reforma del reglamento, deben darse los primeros pasos para la transformación de la Cámara alta, que se impulsaría desde algunas líneas básicas de actuación: incremento de la presencia institucional de las comunidades autónomas y de sus presidentes, creación de una comisión general de las comunidades autónomas fortaleciendo las competencias de los grupos territoriales que ya figuran en el actual reglamento, y creación de comisiones territoriales -una para cada comunidad autónoma- en las que participen necesariamente los senadores elegidos en el territorio de la misma y los designados por

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cada cámara legislativa autonómica.

La necesaria mayor presencia institucional de las comunidades autónomas se garantizaría reconociendo a los presidentes autonómicos el derecho a comparecer, a petición propia, para informar sobre asuntos que consideren de interés ante el Pleno o en las diferentes comisiones, y el derecho a participar, con voz aunque sin voto, en la Comisión de Autonomías y en aquellas que afecten al seguimiento del fondo de compensación interterritorial.

El momento más adecuado para comenzar el camino de la transformación del Senado y, para ello, del necesario consenso respecto a la reforma constitucional es el del inicio de una legislatura. La tramitación habrá de ser compleja y deberá afrontarse con moderación, calma y rigor. Al final del camino, del esfuerzo por la convergencia, aparecerá un Senado como vértice del Estado de las autonomías. Un Senado como cámara. de repesentación territorial por su composición y sus funciones, no por la mera proclamación constitucional.

Creo que ha llegado la hora del Senado. Se trata de un compromiso del Partido Popular para esta legislatura; un reto valiente que no admite ya demoras. Dígase sin medias tintas; una cámara devaluada es, en definitiva, una cámara inútil. Esa evidencia no se escapa al ciudadano, que ha de entender ejemplar el funcionamiento de las instituciones como única garantía del mantenimiento de su prestigio. Un Senado aquejado de raquitismo y desencajado en sus funciones territoriales y parlamentarias contribuye -por lo incomprensible- al distanciamiento de los ciudadanos respecto a los políticos y la política. Los trastos inútiles se apilan en el desván y acaban no interesando a nadie.

Alberto Ruiz-Gallardón es portavoz del Grupo Parlamentario Popular en el Senado.

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