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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Mujeres en la escena política

Spinoza, un filósofo atento hacia los comportamientos de los seres vivos que aprendía observando los combates denodados entre arañas y moscas, estableció una diferencia que resulta esencial cuando se quiere entender cuáles son los márgenes de la libertad humana. No es lo mismo -decía este filósofo- vivir siguiendo la propia necesidad interna que nos dicta un modo de vida y un modo de comportamiento, que vivir obedeciendo a la obligación que desde fuera nos determina a existir y actuar según una modalidad precisa: el que vive según su necesidad, conoce sus propias limitaciones y ese conocimiento lo hace más libre, mientras que el que vive obligado por las circunstancias culturales, sociales o políticas es menos libre porque ignora las causas que lo determinan a ser como es. A Spinoza no se le ocurrió pensar algo que la filósofa italiana Luisa Muraro puntualiza, a saber, que en las situaciones en las que existe sobre todo la obligación como forma de vida, los seres humanos acaban por desconocer su propia necesidad ya que la confunden como parte integrante de la obligación. Así, las mujeres han estado durante siglos constreñidas a ser mujeres, a ocupar un puesto inferior en la sociedad y en la cultura. Obligadas a ser mujeres, puede dejar de ser visible la necesidad que tenían de serlo. Sin embargo, la relación entre mujeres no sólo les aportaba consuelo mutuo y comprensión sino que sabía darles fuerza y transformar mediante la alegría y el juego un destino a prirnera vista sólo miserable. No puede entenderse, de lo contrario, cómo las mujeres han podido vivir y sobrevivir y cómo algunas se han sentido tan libres que han hecho, de sus vidas obligadas, una auténtica creación. Recordemos que, en el relato mítico, la anciana Baubo sacaba a Deméter de la postración y del luto por la pérdida de su hija Perséfone, haciéndola reír a caracajadas: solo una mujer podía, levantándose las faldas hasta. la cabeza, indicarle a una diosa que la vida renace de las cenizas, que está impresa en un cuerpo de mujer y que ello es fuente de un inmenso regocijo.En la actualidad, cuando en nuestras sociedades occidentales la obligación de ser mujeres ha cedido en muchísimos aspectos, algunas mujeres ignoran o pretenden ignorar la necesidad de serlo. Buscan la homologación con los hombres y sueñan con un mundo en el que las mujeres puedan estar presentes en los puestos de máxima relevancia, a partes iguales con los hombres, sin reflexionar sobre el hecho de que una función social está diseñada de manera que una pieza cualquiera puede rellenarla, ya que son el lugar, el comportamiento, el uniforme y el discurso los que constituyen a un individuo como sujeto de un a función. Aun cuando en un primer momento puede tener un cierto componente revulsivo ver a una mujer en un puesto tradicionalmente masculino, rápidamente la vista se acostumbra a ello. Si el parlamento estuviera ocupado en un 50% por mujeres, y en la iglesia católica hubiera sacerdotisas, y el alto mando del ejército de la OTAN estuviera presidido por una mujer, verdad es que se estaría produciendo una nueva realidad, pero no está del todo claro que esa nueva realidad fuera deseable. El peligro de las utopías -por lo que debemos cuidar enormemente nuestros deseos- es que siempre, de alguna manera, acaban realizándose.

Las mujeres no somos un grupo social homogéneo y no podemos como tales lograr una representación política, pero somos un género diferente que puede desear un lugar en la cultura, no reducido a la subsunción o a la homologación. Nuestra presencia en el mundo puede estar pensada y deseada como un cambio símbólico, es decir, como una traducción significativa de ciertos valores femeninos al terreno de las imágenes, de las reglas sociales y de las formas de vida. Admiro lo que de vall oso tiene el mundo de los hombres, pero aspiro a que la reconstrucción orgullosa de la genealogía de: las mujeres, la selección y afirmación que podemos hacer de los rasgos con los cuales queremos reconocernos acabe por borrar la desvalorización de nuestro sexo.

Las mujeres hemos podido comprobar que sabemos hacer de hombres de forma que casi no se nos nota. En el desempeño de funciones tradicionalmente masculinas, tanto nos parecemos a los hombres que incluso -como oí decir en una reunión de mujeres- podríamos pedir nuestra cuota. femenina de imbéciles en los; partidos y en el parlamento. Por eso, ahora que después de estas elecciones, de nuevo nos vamos a encontrar con una presencia, aunque exigua, patente de mujeres parlamentarias y de mujeres en el Gobierno, quiero afirmar que una cosa es apoyar todo deseo femenino de acceder al mundo laboral, social y político y otra cosa muy diferente es creer que ese acceso significa de suyo un vuelco en la cultura sexista de nuestro país. Así que siempre defenderé con uñas y dientes a cualquier mujer que desde su coraje, su inteligencia, su competencia o su ambición ocupe un cargo público y aplaudiré a todas aquellas mujeres que abiertamente asumen ese deseo, ya que su fuerza es, para mí, fuente de fuerza, como lo es demostrar la existencia de mujeres pensadoras, científicas, escritoras o filósofas, mujeres grandes que nos permiten a nosotras y a nuestras hijas soñar con la grandeza. Pero, por el contrario, no suscribiré la pretensión de las que piensan que representan a las mujeres o de las que creen que su sola presencia en el parlamento o en el Gobierno es ya un cambio esperanzador para la vida de todas nosotras.

Sólo el conocimiento de lo que nos hace necesariamente ser como somos es fuente de libertad, sólo la perseverancia en reconocernos en una genealogía propia nos dará fuerzas para crear: lo que yo desearía es que todas las mujeres que acaban de comenzar a asumir responsabilidades políticas, ahora que gracias a las luchas de tantas y tantas de nuestras antepasadas ya no están obligadas a ser mujeres, se empeñaran más que nunca en serlo.

Maite Larrauri es filósofa

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