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Tribuna
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El destino de los dinosaurios

Hace ahora más de 200 millones de años ya dominaban la Tierra. Se habían diversificado en multitud de especies, como seguirían haciéndolo durante mucho tiempo después, y se habían extendido por todo el planeta. Unos eran más bien pequeños, otros de , inabarcables dimensiones y formas caprichosas, esos gigantescos y extraños monstruos que hacen hoy las delicias del público, por mor de una moda algo más antigua que su histérica exageración de los últimos tiempos. Los había herbívoros y los había también depredadores, feroces bestias capaces de cazar y devorar a otros animales.El hecho es que después de haberlo dominado durante un periodo de tiempo mucho más largo que el que media desde su desaparición hasta nuestros días, en condiciones climáticas y ambientales muy diferentes de las actuales, se extinguieron brusca y totalmente hace ahora 65 millones de años. Las extinciones masivas de especies vivas no son un fenómeno extraño; de hecho se conocen varios momentos, a lo largo de la historia de la vida sobre la Tierra, en los que han desaparecido, simultáneamente, una gran cantidad de especies, la mayoría de las existentes en los episodios más violentos, facilitando así la libre expansión y la diversificación de las que consiguieron sobrevivir.

La extinción de los dinosaurios fue más espectacular y llamativa que otras, desde el punto de vista de los humanos, por las características de los animales desaparecidos, por la radicalidad y rapidez de su desaparición y, por el misterio que siempre rodeó sus causas. Una especie de holocausto natural en el que los pobladores más emblemáticos de la Tierra desaparecieron de su faz. Mientras sus restos iban fosilizándose, enterrándose e integrándose en la estructura mineral de la corteza terrestre, los pequeños mamíferos, una categoría de animales que había sobrellevado una existencia dificultosa y marginal, acoquinados por la pujanza de los dinosaurios, resistieron mejor la catástrofe e iniciaron silenciosamente la conquista del terreno liberado del dominio de sus coetáneos más abundantes y poderosos.

Una de esas especies de mamíferos es la humana, surgida, aun en sus formas más primitivas, hace muy poco tiempo en términos geológicos, y que, en rápida evolución, ha dado lugar a la humanidad de hoy. Somos, pues, de un modo indirecto, deudores del episodio que acabó con los dinosaurios y permitió que unos pocos mamíferos sobrevivientes evolucionaran.

Y es justamente en la mente racional de los humanos, característica diferencial de nuestra especie, donde han vuelto a encamar los dinosaurios tras un paréntesis de silencio de 65 millones de años. Sus restos imponentes no han dejado de impresionar a nuestros congéneres de civilizaciones más antiguas, que han concebido mitos imaginando cómo serían en vida los animales cuyos restos poseían formas y tamaños tan fantásticos. Es plausible que la abundante mitología sobre dragones y animales gigantescos deba mucho al hallazgo de huesos y cráneos, dientes, escamas y garras de aspecto tan fiero y extraordinario que sus antiguos poseedores debían infundir un espanto muy superior al que puedan producir los más temibles animales actuales. Restos, la mayoría de ellos, de especies extintas, en particular de dinosaurios, que vivieron hace mucho más tiempo que el soñado por el más calenturiento de los creadores de mitos.

Pero lo que prolonga el extraño destino de los dinosaurios hasta nuestros días, más allá de las modas y las campañas comerciales del momento, es que han propiciado, en la búsqueda de lo que causó su total desaparición, una de las aventuras científicas e intelectuales más apasionantes de la historia de la ciencia. Un paradigma de cómo una sabia mezcla de especulación teórica rigurosa y trabajo experimental bien realizado puede iluminar un escenario antes incierto, revelándonos la naturaleza de fenómenos que, de otro modo, nunca habríamos sospechado y sugiriendo nuevas sendas por donde transitar en busca de más conocimientos. Los dinosaurios y su extraña desaparición han protagonizado, mucho después de que ésta ocurriera materialmente, una nueva peripecia, esta vez en la mente y la imaginación de los hombres y en su insaciable curiosidad por conocer.

Todo empezó en 1980, con la aparición, en una revista científica, de un artículo acerca de un hallazgo experimental sin relación aparente con los dinosaurios. Los autores eran Luis Álvarez, un físico norteamericano ya veterano y en posesión nada menos que del Premio Nobel de Física; su hijo, el geólogo Walter Álvarez, y dos químicos más. Su idea consistió en medir, en la localidad italiana de Gubbio, la concentración de iridio en una serie de estratos geolójicos. El resultado que obtuvieron es que la concentración era minúscula, de acuerdo con la general escasez de dicho metal sobre la Tierra, para estratos de todas las edades, excepto en uno de ellos, que correspondía exactamente al momento de la catástrofe que acabó con los dinosaurios. En ese punto la concentración de iridio era claramente superior a la existente en otras épocas.

Lo que pensaron los Álvarez y sus colegas fue que esa coincidencia en el tiempo no podía ser casual, y que la extinción de los dinosaurios debía estar relacionada con la anomalía detectada. Ahora bien, el iridio es un metal extremadamente escaso sobre la Tierra, pero muy abundante en ciertas clases de meteoritos, por lo que concluyeron que un enorme meteorito pudo colisionar con el planeta, de modo que su propio material pulverizado aumentó notablemente la concentración de iridio en la corteza terrestre tras el momento del impacto.

Si el meteorito tenía el tamaño que se deducía de esa concentración (del orden de la decena de kilómetros de diámetro), la energía puesta en juego en el choque y las consecuencias sobre el hábitat terrestre habrían sido sobrecogedoras. De hecho, la cantidad de material arrancado de la superficie por efecto directo de la colisión, y por el indirecto de los múltiples incendios generados, habría oscurecido la Tierra por un lapso de tiempo prolongado, habría envenenado el aire y el agua y habría producido cambios climáticos tan drásticos que muchas especies vegetales habrían sido incapaces de resistir. Se produjo así una ruptura brutal de la cadena alimentaria que concluyó en la desaparición de la mayoría de las especies animales, en particular los dinosaurios, sobreviviendo únicamente aquellas que estaban adaptadas a vivir en condiciones de extrema escasez y dificultad, como era el caso de los primeros mamíferos. Así, los Álvarez concluyeron que la desaparición de los dinosaurios tuvo una causa astronómica, a saber, el impacto de un gran cuerpo celeste sobre la Tierra y sus efectos posteriores sobre el clima y el medio ambiente. La hipótesis avanzada era tan no-

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vedosa, y tan débilmente sustentada, en aquel primer momento, que la reacción que produjo fue de rechazo casi generalizado. D. M. Raup, un paleontólogo que se hizo más tarde adepto decidido de la explicación del meteorito, cuenta la mezcla de desconfianza, desprecio y hasta despecho que le produjo el que unos científicos que él consideraba unos advenedizos, sin suficiente pedigrí en ese campo, se atrevieran a emitir semejante hipótesis, a sus ojos gratuita. The New York Times incluso publicó en 1985 un editorial ironizando acerca de tan fantástica explicación.

El caso es que, en lugar de debilitarse, la explicación propuesta por los Álvarez fue haciéndose cada vez más sólida, a medida que nuevos trabajos la iban desarrollando. Así, la anomalía del iridio resultó no ser una particularidad de un lugar de Italia, sino que apareció en muchos otros puntos, y siempre en rigurosa coincidencia con la época de la masiva desaparición de los dinosaurios. Años más tarde se encontraron, también en coincidencia, materiales cuya estructura sólo podía entenderse por el efecto de las altísimas presiones provocadas en una tal colisión. Poco a poco, la idea de que los dinosaurios desaparecieron por los efectos del choque catastrófico de un cuerpo extraterrestre con nuestro planeta se abrió camino hasta ser adoptada por la casi generalidad de los científicos.

Faltaba encontrar la evidencia directa, la cicatriz gigantesca dejada por el meteorito tras caer sobre la Tierra. Pues bien, el año pasado se pudo localizar un enorme cráter enterrado, de cerca de 200 kilómetros de diámetro, situado en Chicxulub, al norte de la península de Yucatán, en México. Las avanzadas técnicas disponibles hoy para datar y analizar materiales han permitido demostrar que dicho cráter no es de origen volcánico, que se abrió por efecto de una colisión y que su aparición tuvo lugar exactamente en la fecha en que los dinosaurios se extinguieron. Sus dimensiones coinciden además con las calculadas a partir del impacto de un cuerpo del tamaño predicho.

Un primer e importante capítulo de nuestra historia concluía así. Quedan otros por desvelar, como, por ejemplo, si se trató de un solo impacto o fueron varios, o dilucidar si la caída de un meteorito fue la única causa de la extinción o bien se añadió a otras más mundanas. El hecho, sin lugar a dudas, es que la desaparición de los dinosaurios estuvo ligada al impacto producido por un cuerpo extraterrestre sobre la superficie del planeta.

Pero los científicos no dejaron de plantearse nuevas cuestiones. Si la extinción de hace 65 millones de años tuvo una causa astronómica, cabe preguntarse si otras extinciones de especies vivas, que se sabe han tenido lugar en los últimos cientos de millones de años, no tendrían una causa similar. Así, un estudio de los escasos datos disponibles parecía sugerir que las extinciones más masivas han tenido lugar con cierta periodicidad, entre 26 y 30 millones de años. Algo, por tanto, desestabdizaría el sistema solar con esa frecuencia, propiciando la aparición, en las cercanías de la Tierra, de cometas y meteoritos, algunos de los cuales tendrían una alta probabilidad de colisionar con ella.

Existen varias hipótesis acerca de cuál pueda ser la causa de esa desestabilización. Probablemente, la más sugestiva, diría que incluso la. más bella, es la posible existencia de una estrella companera. del Sol cuya órbita tendría un periodo de rotación igual al periodo de recurrencia de las extinciones masivas. Dicha estrella hipotética, bautizada con el nombre de Némesis, cada vez que se aproximara al sisterria solar provocaría una lluvia de cuerpos celestes sobre los planetas. El Sol sería, así, una estrella binaria, como la mayoría de las otras estrellas, y su compañera Némesis tendría que ser necesariamente poco brillante y encontrarse ahora en el punto más alejado de su órbita. Resulta bastante increíble, pero, hechos los cálculos, sería posible que un tal astro hubiera escapado a la atención de los astrónomos.

El problema es que, una vez establecida esa posibilidad, se puede intentar verificar la existencia de una tal estrella. El resultado es que Némesis no aparece, por lo que esta hipótesis está prácticamente descartada, e incluso la misma periodicidad en la recurrencia de las extinciones es más que discutible. Queda, sin embargo, el hermoso viaje intelectual que principia en los yacimientos de restos fósiles esparcidos por todo el mundo, pasa por un pequeño pueblo italiano y finaliza, por ahora, en el Yucatán después de haber contribuido a desvelar lo que ocurrió hace ahora 65 millones de años. Y se extiende, más allá de nuestro planeta, en nuevas sugerencias acerca de fenómenos astronómicos, incluida la posible existencia de una estrella compañera de nuestro Sol, que, aunque no hayan sido confirmadas por el experimento, han servido para abrir nuevas líneas de investigación.

Los dinosaurios, a través de sus restos fragmentarios, han sido los actores silenciosos y lejanos de ese admirable esfuerzo intelectual en pos de comprender los sucesos que se saldaron con su definitiva desaparición. Para que se produjera esa segunda presencia sobre la Tierra han tenido que esperar decenas de millones de años, justamente hasta la aparición de una especie capaz de preguntarse por el pasado y de urdir ingeniosos procedimientos para obtener respuestas a sus preguntas.

Cayetano López es rector de la Universidad Autónoma de Madrid.

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