El rodeo
Torrealta / Muñoz, Litri, Jesulín
Toros de Torrealta, terciados, justos de fuerza, encastados, algunos bravos y todos nobles. Emilio Muñoz: estocada caída (oreja); pinchazo y otro hondo bajo, la presidencia le perdonó un aviso (palmas y salida al tercio). Litri: estocada (escasa petición, aplausos y salida al tercio); dos pinchazos y estocada (silencio). Jesulín de Ubrique: estocada trasera (dos orejas); estocada trasera y descabello (dos orejas). Plaza de Pamplona, 13 de julio. Octava corrida de feria. Lleno.
No hay forma de ver un toro bravo. Se quiere decir que no hay forma de ver la bravura de un toro, con el desastre en que han convertido toreros y reglamento el tercio de varas. Aquello es un rodeo. Puesto el toro en suerte, sigue a continuación un cúmulo de despropósitos: el puyazo lo tira al espinazo trasero el bárbaro matarife tocado de castoreño, el toro se enreda en la inexpugnable empalizada del peto que protege al gigantesco percherón, el jinete que allí se encarama lo hace girar de manera que el toro quede acorralado entre las tablas y el artificio acorazado sin posibilidad alguna de salida, lo flanquea la infantería ligera, y cuando concluye la carnicería, no se sabe -ni se sabrá nunca- si el toro quería embestir o huir, si era bravo o manso.
Hubo un toro que exhibió excepcional bravura hasta que acaecieron estos sanguinarios sucesos. Fue el segundo, un colorao de irreprochable trapío, que derrotaba en todas las tablas, acudía codicioso a todos los cites y se rebozaba en los engaños humillando la cerviz con rectitud total y absoluta fijeza.
Al caballo acudió también pronto, pero allí estaba el del castoreño presto a desbaratar la encastada nobleza del animal, haciéndole la carioca y tapándole la salida. Mientras, Litri y su peón Mangui se situaban a la derecha del jamelgo, de manera que cuando el verdugo aflojó el castigo y retiró la montura, el toro salió de la infortunada suerte por donde no debía, quien sabe si al reclamo de los coletudos descolocados o por huir de la quema.
Lo primero debió ser, porqueel bonito toro colorao no paró de ebestir con sostenida boyantía, mas eso ya pertenece al terreno de la hipótesis. A la mayoría de los espectadores la bravura del toro les trae sin cuidado, es cierto, y a los toreros también, pues ni unos ni otros tienen afición alguna, y lo único que pretenden estos es cortar orejas, verlo aquellos, y si con semejantes procedimientos la fiesta queda convertida en su caricatura, allá películas.
La verdad es que consiguieron su propósito porque el balance del espectáculo arrojó un saldo de cinco orejas. Cifra importante, no cabe duda, en estos tiempos de penuria orejil. De ellas, cuatro las ganó Jesulín de Ubrique ejercitando el toreo de su especialidad, que en la parte fundamental es de suave movimiento, templanza al correr la mano, pico hasta el abuso y precautorio escamoteo de la pierna contraria, que deja siempre atrás. Y en la acrobática, un resobo del inocente toro, ahogándole la embestida para empalmar luego pases circulares, rectilíneos y oblongos.
En resumen, nos encontramos ante un amplio muestrario del toreo al revés y del arte de birlibirloque. De ambas versiones se compuso su primera faena, en tanto la segunda se limitó a los muletazos fundamentales, provocando en el tendido un alboroto de olés y vítores. La Pamplona taurina terminó por hacerse jesulinitista total.
Con toros tan pastueños todo el mundo debió de cortar orejas pero no todo el mundo era capaz de cortarlas. Por ejemplo, Litri, que ofreció un recital de lapas, mantazos, tironeos, gurripinas y enganchones. En cambio Emilio Muñoz se echó la muleta a la izquierda y sacó tandas de naturales hondos, con mayor esmero en su primera faena, que fue la orejeada.
En la otra la gente estaba merendando y no le hizo ni caso. Tampoco lo merecía después de la encerrona que perpetró en la suerte de varas, acorralando al toro, él y sus peones, para que el individuo del castoreño le metiera caña incivil. En otros tiempos, diestros, peones y picadores así, habrían acabado todos en la comisaría.
Babelia
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