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Tensiones en el Sur

Parece como si, con los Hermanos Musulmanes en Egipto y el Frente Islámico de Salvación en Argelia, pero también y en grados diversos en todo el mundo musulmán, se hubiera emprendido un combate entre los que gobiernan y los que, decididos a sacar provecho de las convicciones religiosas de las masas, exacerban el descontento y provocan tensiones y disturbios para acceder al poder. Quienes hacen tal uso político de lo religioso paralizan los Gobiernos y, para lograr sus fines, llegan incluso a dañar los recursos de sus países. Aterrorizan a quienes proclaman o simbolizan la libertad de pensamiento y la apertura al mundo.Los Hermanos Musulmanes representan en Egipto una corriente arraigada desde hace mucho tiempo. De unos años a esta parte, han ampliado considerablemente su influencia sobre la opinión pública. Hay regiones enteras que están bajo su influencia. Ocupan puestos estratégicos en la Administración, sin duda también en el Ejército, en las organizaciones profesionales, en la prensa. Dominan por todas partes, aunque rara vez aparezcan en primer plano. Inspiran temor, provocan o perpetran atentados que hacen huir a los turistas y disuaden a los inversores. Se ha llegado a tal situación que cuesta ver cómo el Gobierno, a pesar de sus convicciones, podría no hacer concesiones a sus peores enemigos sin provocar el temido enfrentamiento. Hay circunstancias en las que proclamar adhesión al islam y poner en vigor ciertas medidas referidas a él no constituyen actos de fidelidad a la religión, sino la búsqueda de un acuerdo con los que se sirven le ella para ocupar el Estado e instaurar un régimen teocrático, o, más bien, clerical. Ocupados, obsesionados por esta amenaza, los equipos dirigentes corren el riesgo de equivocarse de combate: no será mediante concesiones como recuperen la opinión pública perdida, sino con respuestas a las expectativas que ésta plantea, y esas expectativas son económicas y sociales. Seguramente esos innumerables seres a los que el mundo y la modernidad desconciertan sienten una gran necesidad de lo sagrado. Pero también hay necesidad de desarrollo económico, de progreso social, de acondicionamiento de la vida urbana, de reconquista de una esperanza terrenal. Si el Gobierno sigue respondiendo a la crisis haciendo concesiones al medio islamista, estará buscándose la ruina, y, a pesar de la gran solidaridad del Estado, Egipto descubrirá un día que ha cambiado de régimen y de civilización. Y es que el país del Nilo es por naturaleza complaciente y tolerante, abierto y acogedor, su Estado es, por una antigua tradición, garante de las libertades.

Los datos que caracterizan la situación argelina son, a pesar de todo, diferentes a los que prevalecen en Egipto. La infiltración islamista es más reciente, más popular, no ha invadido los mecanismos del Estado, aunque existan esporádicamente autoridades y funcionarios que la fomenten. Se ve favorecida por una crisis de aspectos múltiples. A pesar de los sueños y las promesas, a pesar de logros indudables, la situación económica y social es mala. Lejos de ser testigo de un progreso que le dé esperanza, la opinión pública siente que las cosas se agravan y de que nada útil se perfila en el horizonte. A esta primera crisis se añade otra a la que algunos han podido referirse como una crisis de identidad. Aunque, por su edad, el 75% de la población no haya podido conocer la colonización ni los combates de la independencia, parece como si el conjunto del pueblo argelino estuviera penosamente dividido entre tradición y modernidad. La una consistiría en un regreso al islam de la Sharia (la ley islámica, los cinco pilares del islam); la otra, en una adopción antinatural de los valores y las prácticas de Occidente, es decir, de Francia. Y aunque este debate se da en toda la sociedad, tiende más bien a consagrar una estratificación social: el pueblo -y sobre todo los campesinos desarraigados- encuentra refugio en un regreso exaltado a las fuentes. Pero hay una tercera crisis, mantenida, aunque pretende atajarla, por el equipo en el poder, el cual, aunque lo intente, no logra cobrar a ojos de la opinión pública el aspecto de un equipo capaz de aportar el cambio económico y social esperado. Así, el cansancio del ciudadano se suma al descontento del parado y del pequeño comerciante en apuros y lo magnifica. A pesar de todo, bastaba con que un hombre, Mohamed Budiaf, se alzara como símbolo de la grandeza, la honestidad, la ambición colectiva, para que el pueblo se movilizara. Con él parecía que lo mejor volvía a ser posible. Lo mataron. Pero ninguna institución judicial dijo quién había armado la mano del criminal. Y, por encima de su luto, la opinión pública recobra su amargura, sus recelos, su rebelión.

Como en otros lugares, la renovación de este gran país pasa por una estrategia de múltiples aspectos y agentes: la vuelta al orden público, el desarrollo económico, la afirmación clara de una postura musulmana no islamista, antiislamista, el esbozo de un equilibrio vivo entre tradición y modernidad, entre identidad y apertura. La renovación exige también que aparezcan nuevos rostros en la escena pública, símbolos y garantes de una transformación esperada en todos los ámbitos de la vida social y política. Sólo puede permitirlo el anuncio de un calendario en el que figuren a un tiempo medidas económicas y etapas de un regreso a la democracia. No se trata de hacer lo uno o lo otro, sino lo uno y lo otro, ya que cada uno de estos dos esfuerzos hace posible y plausible al otro.

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Tanto en Egipto como en Argelia -aunque todos los Estados del sur mediterráneo se ven afectados- sigue siendo posible un arbitraje entre identidad, apertura y progreso. Este arbitraje depende de los Gobiernos, que, para satisfacer expectativas contrarias, no pueden conformarse con controlar la crisis. Deben inventar un futuro. Si no lo hacen, los países se sumirían inevitablemente en el pasado; pero si lo hacen, forjarán los elementos de una dinámica mediterránea.

El futuro de la región depende tanto de la capacidad del Norte para inventar y proporcionar los elementos de un desarrollo paralelo como de la capacidad del Sur para elegir sus vías hacia el progreso socioeconómico, la democracia y la paz.

Pero el Norte no debe esperar a que el Sur resuelva sus difíciles problemas. Su resolución también depende de él. El Norte no puede aducir sus dificultades económicas para negarse a contribuir, con su apertura y su apoyo, al aplacamiento de las tensiones sociales que amenazan el equilibrio interno de sus vecinos o el suyo propio.

Europa tiene dos vecinos: el Este y el Sur. Que no lo olvide nunca. Que se fortalezca para responder de manera equilibrada a sus legítimas expectativas.

es presidente del Instituto del Mundo Árabe de París y director de L'Événement Européen.

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