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Cataluña, a la hora de decidir

Hace tres semanas me tocó vivir en Barcelona la euforia del triunfo deportivo logrado en la Liga. El balcón de mi habitación da al paseo de Gracia: toda aquella noche del 20 al 21 de junio, cálida entrada del verano meteorológico, fue una exaltación ardiente -en ruido, en júbilo, en banderas-, que a lo largo de la gran avenida fluía como un río de luz y de vitalidad exuberante, irreprimible: ¡el Barça, campeón! Hasta las cuatro de la madrugada, la estridencia de los cláxones, de los himnos, de los gritos, no me dejó dormir. Luego, a mediodía, fui a probar un dry Martini en el sanctasanctórum de la coctelería barcelonesa -Boadas-. A vista de todos, eufórico, un cartel anunciaba: "Cóktel del día: Barça campeón": era ineludible brindar por el triunfo catalán.Pensé que este triunfo -logrado por carambola, gracias al Tenerife- conectaba mucho más directamente con la sensibilidad nacionalista dels catalans que cualquier éxito logrado en la arena política por los partidos definidos con ese signo. Todos los supuestos agravios "del centro", todos los rencores acumulados -con justificación o no-, todas las frustraciones históricas cultivadas en los últimos siglos parecieron encontrar de pronto su desquite -o su espita- en este relativo triunfo futbolístico.

Y precisamente en ocasión insólita: cuando, efectuadas las elecciones del 6-J, rota la tradición reciente de los Gobiernos con mayoría absoluta, se abría una posibilidad de equilibrio e integración entre el progresismo y las reticencias nacionalistas. La enorme intuición política de Felipe González, que va siempre por delante de los esquemas tradicionales en su propia plataforma ideológica, le ha hecho, durante la campaña electoral, anteponer a las siglas del viejo partido obrero la más definidora -para la realidad de nuestro tiempo- invocación al progreso, durante todo un siglo extrema utopía de la libertad, y progresismo quiere decir muchas cosas: quiere decir empuje hacia adelante, quiere decir Europa, quiere decir vía libre para todos los supuestos que apuntan a un futuro de credos, pueblos y razas en armonía.

El progresismo de Felipe González se ha abierto, en primer lugar, como una invitación a los nacionalismos catalán y vasco. Se trata de la gran oportunidad para que la España deseable, que se anuncia ya como posible en el siglo XXI, consiga integrar. cómodamente Dara ellos, pero también para el irrenunciable encuadramiento histórico de nuestro Estado nacional, anhelos de afirmación latentes en los fuertes núcleos españoles no castellanos. ¿Habrá llegado por fin la hora?

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Todo el primer tercio de este siglo -esa cantera de interesantes experiencias político-sociales vinculadas a los regeneracionismos inaugurados como el gran reverso positivo del 98, durante el reinado personal de Alfonso XIII, para culminar en la II República- se podría resumir en los sucesivos intentos de resolver el problema de la necesaria "refacción de España": a través de los proyectos descentralizadores de Maura (1907-1909: Ley de Bases de Régimen Local; 1919: proyecto de la Comisión Extraparlamentaria que articuló Romanones), replicados por los maximalismos de la Lliga Regionalista (proyecto de autonomía integral, de 1919) o de Acció Catalana (en los linderos de un separatismo explícito, 1922); luego, en el Estatuto de 1931, durante la II República, comprometido peligrosamente por el pronunciamiento de 1934. Los primeros -los del reinado de Alfonso XIII- naufragaron en la dictadura; el último -el de la II República-, en la guerra civil. ¿Estamos ante la oportunidad definitiva?

Creo en la voluntad y en la alteza de miras de ese gran parlamentario que es Roca Junyent, empeñado de nuevo tras la consigna que formulara hacia 1916 Prat de la Riba: "Catalunya Illure dins l'Espanya gran" (Cataluña libre en la España grande); me hacen recelar, en cambio, las reservas -hoy por hoy triunfantes a medias- de Jordi Pujol, opuesto a la "participación efectiva" en un Gobierno de coalición. Comprendo, sin embargo, las razones del honorable. En la etapa de experiencias ejemplarizantes de principios de siglo a que acabo de referirme, Cambó -el gran estadista de la Lliga Regionalista- asumió carteras ministeriales de gran responsabilidad: en 1918 -en el Gobierno nacional que presidió Maura-, la de Fomento; en 1921 -cuarto Gobierno Maura-, la de Hacienda. En ambas ocasiones su gestión fue eficaz y brillante, pero se vio lastrada por los recelos castellanistas respecto a cualquier contrapartida sustanciosa para el regionalismo catalán; no se entendía que ese regionalismo se vinculaba a una nueva concepción de España, "tan positiva para España misma como para la pretendida Cataluña autónoma. Y la apar¡ción de Acció Catalana en 1922 fue, precisamente, una réplica airada a la decepción implícita en esas experiencias de gobierno que tan escasas contrapartidas habían reportado a Cataluña.

Pujol piensa, sin duda, que implicar de lleno a su partido en esta aventura -la coalición de Gobierno con el PSOE- puede traer luego, como alternativa, un descenso de su propio crédito ante los catalanes, sobre todo si los resultados del compromiso no son excesivamente suculentos. Pero a veces la elección en una disyuntiva histórica es inexcusable; no se puede jugar con todas las cartas a favor. (Ya lo dijo Alcalá Zamora, allá por 1919, replicando a Cambó en el Parlamento: "No se puede ser a un mismo tiempo Bismarck en Madrid y Bolívar en Barcelona").

Y en cualquier caso, la aceptación generosa del riesgo es la piedra de toque para comprobar la auténtica calidad del estadista; la decisión de sobreponer a las reservas basadas en su papel de hombre de partido el esfuerzo para sacar adelante a España, la patria de todos, cuando atraviesa una prueba difícil. De momento, el compromiso de apoyo sin cartera ministerial, logrado por la tenacidad de Roca, puede ser un punto de partida. Esperemos del seny de Pujol que se avenga a completar el gesto. No sería un favor de los catalanistas; sería un honor para Cataluña.

Carlos Seco Serrano es profesor emérito de Historia Contemporánea de España.

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