La agenda
Tenía una agenda vieja, con direcciones de gente que ya había muerto, pero aún quedaban en ella muchos amigos, antiguas amantes, todos los proveedores de su negocio y varios familiares vivos. Cada uno de esos nombres estaba ligado a su existencia a través de un número de teléfono que había sustituido a la memoria. Muchas veces había pensado en huir a un país remoto para dar un nuevo rumbo a su vida. Sentía la necesidad de romper con todo, de comenzar otra vez. Sólo hay dos formas de cambiar: que todo a tu alrededor se mueva mientras tú te quedas inmóvil, o que todo el universo permanezca inmóvil y sólo tú te muevas. Para mantenerse realmente vivo es imprescindible a veces que se destruya todo lo que a uno le rodea. Por ejemplo, si hubieran perdido las elecciones los socialistas, cualquier periodista habría tenido la obligación de comprarse otra agenda para anotar en sus páginas el nombre de otros políticos con otros teléfonos, otras citas, otros compromisos; si de pronto tu pareja te abandonara o el negocio se viniera abajo, al menos la costumbre que había ido llenando de ceniza la propia mediocridad de los días se vería alentada con caras nuevas, proyectos dispares, fracasos distintos, amores extraños. Durante las noches de insomnio había soñado con huir al Sur para dar un giro radical a tantas horas grises, pero no tuvo que hacer esfuerzo alguno para tomar ese tren. Una mañana, el mundo se desmoronó a su alrededor sin necesidad de que este hombre se moviera: había perdido la agenda. Con ella también se habían esfumado sus relaciones y su memoria. Sabía que allí estaban anotados muchos nombres que ya murieron. Había perdido la agenda y se vio obligado a cambiar de vida. Los nombres de los muertos que la poblaban eran vestigios del pasado y ahora sus sombras habían cubierto al resto de los habitantes de aquellas páginas gastadas. Esa mañana salió de casa y se sorprendió ante un mundo que tenía que explorar de nuevo. Había perdido la agenda. Acababa de nacer.
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