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Drama en tres actos

VÍCTOR PÉREZ DÍAZEl problema principal de la andadura, o la gobernabilidad, del país en estos momentos no se llama Gobierno de coalición: se llama política adecuada, señala el au tor. Y sólo después de formularla se dará solución al problema -importante, pero derivado- de encontrar la combinación de fuerzas capaz de apoyar esa política.

No conviene invertir el orden y la jerarquía de los problemas por la misma razón por la que no conviene poner el carro delante de los bueyes: porque es imposible andar o resolver problemas de esa forma. El problema principal de la andadura, o la gobernabilidad, del país en estos momentos no se llama Gobierno de coalición. Se llama política adecuada. Y sólo después daremos solución al problema -importante, pero derivado- de encontrar la combinación política capaz de apoyar esa política. Por la misma razón, tampoco el problema principal se llama pactos sociales. Este es un problema que vendrá sólo en tercer lugar. Y los pactos sociales resolverán algo sólo si sirven para apoyar la política adecuada.Vistas las cosas así, el tema de la participación o no de los nacionalistas catalanes (y vascos) en el Gobierno pierde una parte sustancial del dramatismo con el que algunos se obstinan en adornarlo. Porque no se trata de una oportunidad histórica que no cabe perder: no es el test de la presencia de Cataluña, ni siquiera el de la presencia de los nacionalistas catalanes en la gobernación de España.

Cataluña ha estado presente desde el primer momento en la gobernación democrática de este país de manera destacadísima. Y es de esperar, y de desear, que lo esté cada día más. Porque no sólo es parte del país, sino parte principal del país, que no cede ni tiene por qué ceder a otra alguna en su capacidad de hacer España, siendo, probablemente, el modelo más acabado de sociedad civil de que disponemos, para tomar buena cuenta y aprender de él. Añadiré que, a mi juicio, tan importante es Cataluña para España como pueda serlo Castilla. Y lo digo como castellano y, como tal, orgulloso de una tradición nuestra de hacer España, que reafirmo en este mismo umbral del siglo XXI, consciente de su contrapunto de relativo, aparente anacronismo. Pero eso nos llevaría a otro tema.

Nacionalistas catalanes

Volviendo a lo de aquí y ahora. Por supuesto que la oportunidad de un Gobierno de coalición no es el test de los catalanes. Pero tampoco lo es de los nacionalistas catalanes, que ya han dado pruebas de su sentido de responsabilidad de la gobernación de España a través de lo que ya son muchos años de democracia. Y ni ellos tienen obligación de dar más ni sus contrincantes derecho a poner en duda su lealtad y su compromiso con la gobernación del país simplemente porque acepten o no sus ofertas políticas. Ofertas, por lo demás, bastante complicadas.

Porque es ahí donde tiene que centrarse la atención. No en el forcejeo de la coalición, sino en el contenido de la política.

La cuestión, simplemente, es ésta. El país se encuentra en uno de sus peores momentos económicos de su historia democrática. Es obvio que la responsabilidad por esa situación tiene que repartirse entre el propio país y él partido que lo ha gobernado durante más de 10 años. Negar esto es negar la evidencia. Ahora resulta que el país empieza a barruntar la gravedad de la crisis y, después de una campaña electoral agitada y algo desconcertante, en medio de grandes dudas, acaba dando el poder al mismo partido. Al mismo, pero no para lo mismo. Porque se supone que se lo da con la condición implícita de que rectifique su trayectoria. Lo contrario sería imaginar que el país desea una continuación de la tendencia en curso, que los tres millones de parados pasen a ser cuatro, y los cuatro, cinco; y este deseo parece, como tal, poco probable. Pero tampoco está muy claro cuál es la rectificación que el país pretende.

Tenemos, pues, el problema de definir el contenido de esa rectificación. Y aquí el público tiene ante sí una propuesta muy clara, adelantada con énfasis por una polifonía de voces políticas, empresariales y académicas: reducción del déficit público mediante reducción del gasto, flexibilidad de los mercados de trabajo y moderación salarial como primeras providencias, y luego, como acompañamiento, otras cosas muy importantes a largo plazo, pero a ir discutiendo (participación de los trabajadores en las decisiones de las empresas, formación profesional, infraestructuras, reforma del sistema de bienestar, etcétera).

Claro que esas primeras providencias son palabras mayores, y difíciles. Tanto que se han amagado y no se han hecho, año tras año. La cuestión está simplemente en saber si el país quiere que se hagan o no. Y acepta las consecuencias de hacerlas o no hacerlas.

Éste es el meollo de la cuestión. Y éste es el momento de la verdad. Pero no para los catalanes. Ni mucho menos para los nacionalistas catalanes. Es el momento de la verdad para el partido socialista. Y, de paso, para el electorado socialista.

¿Cuál es la rectificación que propone el partido socialista? Felipe González ha unido su voz, muy importante, a la polifonía de la reducción del gasto, la flexibilidad y la moderación salarial. Pero ¿le seguirá el partido? Y si no le sigue, o le sigue a medias, ¿qué se puede esperar realmente que acabe haciendo? ¿Una nueva versión de amagar y no dar? Y en este caso, ¿qué tipo de propuesta de rectificación, de propuesta política nos estaría realmente haciendo?

Éstas son las preguntas, no sólo de los nacionalistas y las otras fuerzas políticas, sino de todos los observadores, periodistas o mercados, y deberían ser las del propio electorado.

Se trata, afortunadamente, de preguntas cuya respuesta no va a poderse demorar mucho tiempo. El partido en el Gobierno va a tener que tomar decisiones relativamente pronto sobre tres temas: el arranque de la discusión sobre los nuevos presupuestos; la reintroducción, o no, del proyecto de ley de huelga (y en su caso qué proyecto); la agenda del congreso del partido. Los tres van a proporcionar un indicador de la voluntad y la capacidad de Felipe González, y del partido socialista, para formular su propuesta de rectificación y su propuesta política en un sentido o en otro.

Llegados a este momento nos encontramos, al parecer, sumidos en un nuevo espectáculo. El escenario del triunfo, esplendoroso, se ha ido cubriendo de sombras. Las nubes se agolpan en el horizonte. Los bultos humanos, las formas dispersas se agrupan en dos bandos. Del fondo del escenario vienen murmullos, ecos de cóleras sordas, trajín de armas. Los gestos se tornan severos, las miradas se endurecen, las palabras se dejan caer cuidadosamente como piedras. Comienzan las fintas y las votaciones, que para algunos parecen ya dentelladas. Sólo falta la tramoya de un castillo en ruinas, una escalera abierta y en penumbra, un lento aproximarse de las figuras centrales al proscenio, empujadas por el destino, y un fondo musical, inevitable, de Donizetti.

La división socialista

Quizá me permita el lector que rompa el encanto de la situación e introduzca aquí un comentario un punto más sobrio y, en cierto modo, optimista. Creo que, contra lo que opinan muchos, la división interna del partido socialista no hará imposible un compromiso que permita un grupo parlamentario que apoye disciplinadamente el tipo de política de austeridad al que antes me refería. La razón es sencilla.

Imaginemos que, como dicen sus adversarios y él deja entender que asiente, Alfonso Guerra sea la clave del llamado aparato del partido, reacio a jugar la carta de la política de austeridad. Pues bien, creo que hay razones para pensar que Alfonso Guerra es un político pragmático, moderadamente indiferente a los contenidos de las políticas económicas y ultrasensible, en cambio, a las consecuencias electorales que pueden derivarse de una economía en quiebra, con el consiguiente aumento de los parados y la irritación de las clases medias. Él sabe, y sus seguidores saben, que después de las últimas elecciones el crédito del partido es más corto y que su triunfo tiene dentro demasiado voto reticente. Sabe, y saben, que detrás de las fórmulas de un giro social a la izquierda no hay una política económica alternativa creíble: ni creíble para los inversores de este país ni creíble para los inversores extranjeros. Sabe, y saben, que es posible, y aun probable, que quien ha estado al frente del partido en esta campaña no lo esté en la siguiente. Y, en consecuencia, sabe, y saben, que si las decisiones se toman ahora sin la debida frialdad las consecuencias electorales a dos o cuatro años vista pudieran ser catastróficas. Y digo catastróficas.

En estas condiciones, por qué no esperar que, después de mucha furia y mucho ruido, mucho tira y afloja, asistamos a alguna variante del típico intercambio de políticas por puestos. Yo te dejo hacer casi toda la política que quieres y tú me dejas que yo coloque cuantos más de mis hombres en cuantos más de los puestos disponibles. Tú intenta capear la crisis y yo te esperaré a la vuelta de un par de años con los resultados electorales de entonces a la vista. Tú cultiva la parte del electorado socialista que te corresponde y yo seguirá cultivando el mío, recordando ambos que los dos son precisos.

Todo esto no es novedad alguna. Es volver a las tradiciones de la época de Boyer, cuya política el llamado guerrismo secundó, con su habitual reticencia, antes de que la euforia de la expansión fácil de la segunda mitad de los ochenta, combinada con la desavenencia del sindicato socialista, alterara aquel curioso equilibrio.

Claro que las cosas no podrían ser exactamente las mismas: el equilibrio de fuerzas políticas ha cambiado, la credibilidad de una alternativa popular es evidente, la crisis es quizá tanto o más grave y Europa funciona ahora como un motivo adicional de preocupación. Con todo, el reflejo pragmático y electoralista del partido socialista puede salvarle en parte, y quizá pueda sernos útil a todos.

Hay riesgo, sin embargo. Y el riesgo estriba, creo, no en que el partido se divida porque un ala radical intransigente lo rompa. Sino en que, sin dividirse, pierda rumbo. Porque un ala radical a la defensiva ponga arena en el mecanismo, ralentice y confunda, y encuentre una alianza inesperada entre quienes, indecisos, no acabaran de percatarse de la gravedad de la situación o, haciéndolo, se dejaran vencer por la fatiga.

Si todo esto fuera así, estaríamos, por lo pronto, ante un drama en tres actos. El primero parece ser la ronda de conversaciones en tomo a un Gobierno de coalición. El segundo es la secuencia de forcejeos dentro del partido socialista, escarceos legislativos y discusiones presupuestarias. El tercero, y crucial, se representará en el otoño, con el presupuesto, y con el recuento de la distribución de fuerzas, y la agenda, cara al congreso socialista. Entonces, y quizá sólo entonces, tendrá sentido juzgar de verdad la propuesta de rectificación del partido socialista y decidir en consecuencia. Para actuar juntos. O para fatigarse juntos.

es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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