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Tribuna
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A coces

En mi libro de Recuerdos y olvidos hay un capitulillo titulado Me asomo a la Alemania nazi, donde cuento cómo, invitado a dar una conferencia en la Universidad de Berlín el año de 1934, una formación de nazis, cerrando filas a la puerta del local, impidió que tuviese efecto el acto anunciado. Casi 60 años después, en esta España democrática, unos nacionalistas asturianos (que de todo ha de haber, incluso en la tierra de Jovellano,s), menos comedidos que aquellos nazis, me han impedido a su vez dar una conferencia en el paraninfo de la Universidad ole Oviedo forzando la puerta y atacando a mansalva con huevos y petardos al público que se había reunido para oírme. Por lo visto, yo debía ser considerado, ahí también, como un intruso, y seguramente que tampoco serían nativos de la comunidad autónoma algunos de los concurrentes al acto; o bien, aquellos que sí lo fuesen, merecerían ser tachados -lo que es peor aún que de extraños- de malos patriotas.Como se comprenderá, a estas alturas de la vida nada puede ya sorprenderme demasiado. Ante el espectáculo bastante grotesco que en ese incidente ofrecían los agresivos alborotadores con su tremolar de banderas y sus ridículas cantaletas, no pude evitar que vinieran a agolparse en mi mente las imágenes de violencia absurda que a diario nos brinda la pantalla televisiva: imágenes de las viviendas de gitanos incendiadas por sus convecinos en España, viviendas de inmigrantes turcos incendiadas en Alemania por manos alevosas, los atentados atroces que perpetran ETA o el IRA y, en fin, toda clase de actos hostiles contra extranjeros en cualquier lugar, y en todos los países; pero sobre todo, y de una manera muy particular, las imágenes del odio implacable y feroces matanzas que se están produciendo en la Europa oriental entre gentes que, sometidas a. un poder dictatorial, habían convivido allí mansamente generación tras generación, pero que tan pronto como han quedado en libertad se aplican con entusiasta frenesí a la tarea del recíproco exterminio.

En efecto, el incidente del que he! sido involuntario protagonista venía a homologarse con desmanes semejantes, encajando así dentro del cuadro de violencia universal de que a diario nos hace testigos la televisión. Precisamente mi abortada conferencia debía versar acerca de los cambios revolucionarios aportados por la televisión a un mundo que los últimos despliegues de la tecnología han unificado hasta convertirlo en esta que suele denominarse aldea global. Con simultaneidad mágica y total ubicuidad, la información electrónica lleva ahora de inmediato a todas partes noticia de lo acontecido en cualquier sitio. Pocos días atrás había tenido yo una curiosa comprobación de ello: al mediodía del pasado 21 me telefonea mi nieta desde North Carolina, alarmada al saber por la radio que acababa de estallar en Madrid un coche bomba; y esto cuando todavía no me había enterado yo mismo del reciente y brutal atentado de ETA. De esta manera, de lo sucedido esa mañana pocas calles más allá de mi casa vine a tener conocimiento ¡a través de Estados Unidos ... ! Tal unificación técnica del planeta es confirmada y reforzada sin duda muy poderosamente por obra de la televisión, en cuanto que este medio informativo pone de continuo ante nuestros ojos los acontecimientos ocurridos en cualquier punto del planeta. Y dado que, como bien sabemos, sólo aquello que de un modo u otro resulta sensacional parece merecer publicidad, la crudeza del material así ofrecido con abundancia y repetición tan abrumadoras puede tener el efecto indeseable de embotar en las gentes la sensibilidad para el horror. Ante nuestros ojos se desenvuelven un día y otro en la pantalla televisiva, tal vez al tiempo que estamos cenando en la apacible compañía de nuestra familia, casos espeluznantes de miseria y escenas de la más espantosa ferocidad humana, sin que, a fin de cuentas, apenas sepamos discernir lo que es realidad flagrante de lo que no es sino una mera ficción destinada a entretenernos; con lo cual nos acostumbramos a presenciar el sufrimiento ajeno sin que ello nos afecte mucho y a aceptar el ejercicio de las sevicias como una práctica de la rutina cotidiana.

Podrá ser éste, como digo, un efecto indeseable, que confirma y refuerza el clima de violencia en que la sociedad actual vive; pero, al fin y al cabo, la televisión apenas inventa nada: no hace sino reflejar, concentrada, la realidad de nuestra vida social. Quizá se piense que tal concentración se limita a evidenciar y exagerar, al ponerlo de manifiesto, algo que desde Caín ha existido en el mundo: que en el fondo de nuestra condición sigue al acecho, siquiera reprimida, refrenada, disimulada y oculta, la primitiva bestia humana; quizá nos preguntemos si acaso no ha sido siempre así. Y, desde luego, no faltan los testimonios para todas las épocas y civilizaciones en abono del resignado consuelo que tal comprobación pudiera procurarnos. Sin embargo...

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Sin embargo, hay dos aspectos en que la situación presente difiere de cuanto la historia nos enseña, haciéndola distinta y más grave. En primer lugar, el fabuloso desarrollo de la tecnología, aun cuando tantas ventajas nos procura, por otra parte pues no hay bien que por mal no venga' ha potenciado hasta el infinito la capacidad de dañar. Si el fabuloso Caín, podrido dé envidia, mató a su hermano con una quijada de burro, un muchachito cualquiera pudo tranquilamente aniquilar ayer la ciudad de Hiroshima con sólo apretar un botón. Y casi cada día leemos en la Drensa que algún perturbado provisto de armas automáticas es capaz de ocasionar una pavorosa carnicería. El progreso material alcanzado en nuestros días tiene como contrapartida el que toda brutalidad adquiera una magnitud desproporcionada. Y en seguida la televisión la exhibirá con profesional eficacia, no sólo para regodeo de quienes en otro tiempo acudían llevando su merienda a presenciar las ejecuciones capitales (en el Museo del Prado puede verse el escalofriante cuadro de Francisco Ricci donde puntualmente se fotografía un auto de fe celebrado en la plaza Mayor de Madrid), o de quienes en la fecha de hoy pagan por ver otros espectáculos sangrientos, sino también para una tal vez consternada información puntual de todo el mundo.

Esto, en primer lugar: las atrocidades adquieren hoy en día descomunales proporciones y obtienen un despliegue público total que les procura una cierta aura de perversa legitimación. Pero además, y es lo más importante, la transformación de las condiciones todas del presente que la última etapa del desarrollo tecnológico ha impuesto en la sociedad alteran las bases y supuestos de la convivencia humana, sin que todavía se hayan alcanzado a diseñar los valores pertinentes a las nuevas circunstancias ni unas instituciones adecuadas al gobierno de esta aldea global en que el planeta ha llegado a convertirse.

De ahí el general desconcierto en que nos hallamos. Ante el desastre, por ejemplo, de la antigua Yugoslavia, se clama de continuo por una intervención que imponga la paz y establezca un orden; pero ¿quién podría llevarla a cabo?, ¿con qué instrumentos podría efectuarse?, ¿bajo qué autoridad? Pues es claro que sin una autoridad apoyada en instrumentos de actuación efectiva todo queda reducido a buenos deseos y palabras vanas. El sistema de gobierno establecido en nuestra civilización liberal burguesa durante el siglo XIX pudo funcionar más o menos satisfactoriamente dentro de las naciones europeas hasta la I Guerra

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Francisco Ayala es miembro de la Real Academia Española.

A coces

Viene de la página anteriorMundial; pero ha sido ilusorio el intento de extenderlo sin las indispensables adaptaciones a un espacio planetario y de aplicar aquí mismo automáticamente sus principios políticos bajo unas condiciones sociales por completo distintas ya a las del Estado liberal burgués. No :sé si se advierte bien el peligro a que tal anacronismo nos aboca. Las libertades civiles (para no hablar de esa broma pesada de los derechos humanos), careciendo del respaldo de un orden institucional provisto de autoridad y de los medios idóneos para ejercerla, operan -es inevitable- en el vacío y sólo para provecho de audaces, de cínicos y de irresponsables. De este modo, puede prosperar a sus anchas el vandalismo, pueden los gamberros hacer de las suyas sin que nadie les plante cara y maleantes de todas clases puede dominar impunemente la escena pública. De este modo -y para reducir el asunto a términos de mínimo alcance y personal experiencia- un grupito de necios campando por sus respetos puede, en cualquier momento, ser muy dueño de reventar a coces una apacible reunión cultural con el turbio propósito de intimidar a las autoridades universitarias. Inevitable será también, entonces, la impaciencia de la gran mayoría que, indefensa, asiste al abuso desenfrenado y a la impunidad de quienes a ojos vistas lo practican, y esa gran mayoría podría sucumbir con facilidad a cualquier demagogia.

Con todo, tenemos que reconocer y aceptar, pues no hay otra alternativa, que la situación del mundo actual es críticamente transitoria y que sus penosas anomalías sólo pueden tener remedio conforme las nuevas circunstancias vayan engendrando, tal cual ya puede atisbarse en algún que otro punto, los correspondientes correctivos.

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