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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pilatos en Génova

SE COMPRENDE la resistencia de los diputados del Partido Popular (PP) en la Asamblea de Cantabria a respaldar con sus votos la candidatura del socialista Jaime Blanco a la presidencia de esa comunidad. Pero ellos y la dirección nacional de su partido deben comprender que será dificil librarse del actual presidente, Juan Hormaechea, sin pagar un precio por haberle sostenido durante años contra toda prudencia y cualquier principio.Hormaechea, especialista en dejar en ridículo a quienes confían en él, expendió su última provocación contra Aznar en vísperas de las elecciones generales del 6-J: decidió resucitar a su en teoría disuelto partido para disputar al PP el voto conservador de la región. El efecto fue privar a los populares tal vez de un diputado y dos senadores. La consiguiente ruptura ha dejado al Gobierno de Cantabria en una situación surrealista: reducido a tres consejeros fieles a un presidente que en otoño será juzgado por prevaricación y malversación de fondos y sostenido por ocho diputados -de una Asamblea de 39- exiliados en el Grupo Mixto tras su expulsión del Popular.

El deterioro que ese panorama expresa ha sido aducido por los socialistas como argumento para presentar una moción de censura destinada a desalojar a Hormaechea. Tal desalojo es imposible, sin embargo, sin el respaldo de al menos dos diputados del PP. La moción se debatirá el próximo día 1, y hasta última hora intentarán los socialistas un compromiso con los populares similar al que sirvió en diciembre de 1990 para censurar por primera vez a Hormaechea y constituir un Ejecutivo de concentración que gobernó la comunidad, con presidente socialista, durante seis meses. Los populares se resisten ahora a apoyar la moción por considerar que la otra vez fueron los socialistas los más beneficiados con la operación. Es posible que así fuera, pero resulta poco consistente como argumento; tan poco convincente como el de Martín Villa, aceptado a la postre por el resto de la dirección del PP, para reconstruir el pacto con Hormaechea después de las elecciones regionales de 1991: el de que la mayoría de la población se había pronunciado por opciones de centro-derecha.

La de Cantabria es la comunidad autónoma cuyo Gobierno está más desprestigiado ante sus propios ciudadanos: así lo revelaba la macroencuesta del CIS de noviembre pasado, en la que el Ejecutivo cántabro aparecía en última posición en honradez, eficacia, valoración global de la gestión y calificación de su presidente. Ese descrédito ha afectado a la credibilidad del PP en la reciente campaña, sin que sus principales dirigentes hayan sido capaces de hacer frente con energía al problema (Aznar, que en 1990 aseguró estar dispuesto a disolver el partido en Cantabria si ésa era la única salida digna, dijo en plena campaña que el problema planteado por Hormaechea no era de su incumbencia). Los insultos a Tocino, Fraga y Aznar en una noche de copas o la resistencia a acatar la recomendación de dimisión planteada por la dirección del PP tras hacerse efectivo su procesamiento son comportamientos de Hormaechea que se inscriben en una gestión más extravagante que eficaz, y uno de cuyos efectos ha sido un endeudamiento que hipoteca el futuro de la región por largos años.

Frente a ese panorama, a los populares debería resultarles irrelevante que los socialistas se beneficiaran más o menos de la cuenta si a cambio consiguen desligarse de un personaje que ha demostrado estar dispuesto a hundirles con él. Sobre todo, la operación resultaría barata si Aznar aprende de una vez que en política nada es gratis y que no hay atajos en el camino hacia la mayoría: que operaciones más o menos oportunistas consistentes ora en introducirse en partidos regionalistas -como en Navarra-, ora en integrar a caudillos populistas locales en las propias filas -como en León, Burgos o Cantabria-, implican riesgos más que proporcionales para la coherencia del proyecto y acaban pasando factura. Pero también el PSOE cántabro debería haber amarrado los apoyos, incluso al precio de tener que presentar un candidato diferente, antes de lanzarse a una piscina a la que parece faltarle agua.

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