Calaveras
Cuando conseguí llegar a la glorieta de López de Hoyos, sede del último razonamiento de ETA, lo primero que vi fue un grupo de ventanas sin párpados que miraban hacia la avenida de América con el espanto neutral de las calaveras. El edificio, despojado de la carne y de la piel, era un conjunto óseo sin vida. Todas las casas habían sido desalojadas y desde la calle se advertía ese vaciamiento interior, como cuando te asomas al agujero de una calavera y comprendes que se trata de una arquitectura sin pensamiento.El edificio no estaba espantado porque había perdido toda su masa cerebral, pero era un excelente espejo para reflejar el minucioso espanto de las aceras. No era preciso asomarse a los cuerpos derramados, ni a la melena de Gabriela Cañizo, de 15 años, coagulada por la sangre; bastaba con levantar la mirada y contemplar la fachada llena de ojos con los bordes fruncidos por el humo para hacerse una idea de lo que uno podía contemplar en el suelo si su obstinación llegaba a tanto.
Además estaba el olor, que es lo que no emite la televisión cuando muestra los cuerpos rotos de las guerras cercanas. Olfateando el aire recibías una lección de antropología inolvidable. Quienes son capaces de dejar un olor de ese calibre tras de sí merecerían ser objeto de una tesis doctoral, aunque sólo fuera para saber dónde pasan el tiempo entre explosión y explosión.
A la oficina, desde luego, no van, porque ignoran el pequeño placer de escaparse a las ocho y cuarto para tomar un café en el bar de la esquina; ni al colegio, al colegio tampoco, porque no saben cuándo les dan las vacaciones a los niños. O quizá sí lo saben y tuvieron que apresurarse un poco.
Lo que es seguro es que tras el tapizado de sus rostros hay menos pensamiento que en el edificio de una calavera.
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