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El silencio de los corderos

En la queja o lamento creciente por el espeso silencio, de los intelectuales, ocultos al parecer en no se sabe qué madrigueras y convertidos en una especie de dóciles corderos, hay que ver, más que la descripción de un estado objetivo, el reflejo de un complicado juego de desilusiones. En la queja se expresa, primeramente, una nostalgia del gran héroe: de aquellos grandes condottieros de las letras que, sentados en el Gran Hotel al borde del abismo, doblegaban al mundo con su lengua. Por decirlo con Balzac: "¡Qué atleta, qué plaza y qué armas; él, el mundo y su boca". En segundo lugar, esa añoranza del escritor crítico tiene por base y por modelo a una figura de museo, el airado y siete veces repetido J'accuse, de Zola, y el llamado manifiesto de los intelectuales de 1898, durante el affaire Dreyfus, momento oficial de nacimiento del término intelectual y de esa figura concreta. Lo que no quiere decir que no hubieran existido ya antes otros intelectuales avant la lettre (desde los sofistas hasta el Nietzsche de la fröhliche Wissenschaft, pasando por los grandes ilustrados, y que no hayan existido después otras formas distintas de la misma figura: el apolítico de Mann o Hesse, la autonomía relativa de espíritu y política como está en Weber, o el intelectual como expresión del espíritu de su raza, al estilo Schmitt o Heidegger).En tercer lugar, en ese creciente lamento por el silencio de los corderos vemos ese gusto por convertir en un problema de individuos lo que, en realidad, es un problema de especies. Dicho de otra forma, estamos, más que ante situaciones que vengan dictadas por atributos psicológicos o morales de personas, ante cambios en las condiciones de producción y de reproducción del pensamiento. Si, según Darwin, "man is no exception ", no lo van a ser tampoco esos viejos leones (el intelectual, la inteligencia). Lo que denominamos intelectual no es más que una mitad dentro del complejo sistema de inteligencia, cuya otra mitad es el medio. Llamamos intelectual a la figura cambiante producida por los distintos medios: hay medios que no pueden dar determinadas formas de intelectual y hay formas de intelectual que no pueden darse en determinados medios.

En el sistema tradicional -digamos ilustrado-, el intelectual (philosophe) era una especie de explorador de lo recóndito, sin más compañía que su radicalidad, ni más ley que la verdad -fuera ésta lo que fuere- Exploración en la que el explorador choca, antes o después, con el poder. En los choques entre poder político y espíritu, entre lógica política y moral, el espíritu apela a una instancia neutral, superior e independiente, a una judicialidad que está -estructural y moralmente- por encima del poder político: la idea de un tribunal de la razón. Con el desarrollo histórico, ese tribunal de la razón acaba silenciosamente depuesto: la crítica deja de ser cosa ya de ese tribunal y pasa a ser cosa de una instancia autoreferente, de funcionamiento darwiniano y que no reconoce instancia correctora superior: llamémosla mercado. Ese cambio terminará por generar consecuencias de alcance. En el sistema clásico, por ejemplo, el poder condiciona al espíritu de forma todavía no sofisticada: es decir, trata de taparle, la boca por procedimientos mayormente represivos (censura o parecidos). En el nuevo medio, el poder no controla al espíritu, tanto por la acción represora como por condicionamientos más sutiles en la producción misma de las ideas, las cuales parecen adecuarse ya en el mismo nacimiento a las conveniencias o exigencias de los poderes del mercado, y construirse más de acuerdo a las leyes del espectáculo que a las coordenadas de la vieja idea de verdad, sea ésta lo que fuere.

Asistimos, paralelamente, a una especie de explosión del espíritu -masas de información, masas de novedades- que hace estallar el modelo clásico. Tan imposible es que un intelectual solo gestione la complejidad y extensión de ese gigantesco continente como que un hombre solo -pongamos Gorbachov- gestione la complejidad y tamaño de su imperio. Aquí, como allí, el sistema se rompe en mil pedazos. El portavoz del intelecto ya no son unos intelectuales individuales, sino un gigantesco colectivo constituido por innumerables subespecies. Por un lado, está el viejo francotirador clásico (del que Nietzsche sería quizá el último gran ejemplar), convertido cada vez más en un lobo marginal, radical y estepario que no deja piedra sobre piedra y cumple el viejo lema que recuerda a Kant: cuando el maestro construye, tienen los ingenieros trabajo. Y está luego iodo el resto de figuras del banking en el que se ha ido convirtiendo la inteligencia. Primero, el intelectual-protesta que repite ininterrumpidamente sus letanías; después, los ejércitos de hermeneutas más o menos grises que trabajan "orgánicamente", recomponiendo las mil piezas del rompecabezas del conocimiento. Y está, por último, la pieza más moderna: el fotógrafo del espíritu; igual que el fotógrafo de prensa, saca instantáneas verbales rápidas y brillantes del estado instantáneo del espíritu. Fotos con un poder de evocación grande, que no sobrepasan nunca cierta complejidad, son fáciles de digerir y asimilar, de corta duración, y que no son más que una especie de reformulación, generalmente electrizante, del common sense de la época, y de las que el gran maestro en este siglo ha sido, probablemente, el ahora tan citado señor Popper. De ese fotógrafo del espíritu puede repetirse aquel diagnóstico sobre el joven filósofo del pequeño Schlegel: que lleva su ovario lleno de teorías que pone diariamente como la gallina sus huevos, lo que supone para él el único momento de serenidad de su acelerado cambio entre la autocreación y la autodestrucción.

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Ante este supuesto silencio de los corderos -que, por lo demás, son más que nunca y hablan más que nunca- hay voces que nos exigen un heroísmo à la Condorcet, quien en medio de todo tipo de peligros vitales se puso a escribir su libro Sobre el progreso del espíritu humano. Es decir, que nos piden que volvamos a la Ilustración y a un sistema crítico de la inteligencia, ahora que, tras caídas de muros y telones, el mundo se encuentra en una encrucijada decisiva. Deseo piadoso que ya despachó el otro Schlegel con un aforismo majestuoso: "Como estado pasajero, el escepticismo es insurrección lógica; como sistema es anarquía. Método escéptico sería, por tanto, aproximadamente como un Gobierno insurgente". O sea, una imposibilidad. Habermas, más comedido, se contenta con reservarle a ese diletante intelectual crítico moderno el papel de imprescindible copartícipe en la formación de la opinión pública política. La cuestión está en quién va a llevar al final la voz cantante: el representante de esa pamema del Gobierno insurgente, o el representante de la insurrección lógica, o sea, el fotógrafo del espíritu que nos canta fórmulas electrizantes como la de la sociedad abierta y sus enemigos, o el francotirador marginal que trabaja obsesivamente nuestros propios desechos: "Aquí tenemos a un hombre que ha reunido las basuras del día. Todo lo que la gran ciudad tira, todo lo que pierde, todo lo que desprecia, lo que pisotea". Y que para todos nosotros -en frase de Mannheim- una especie de guardián último "en una noche de lo contrario demasiado oscura".

es profesor de Filosofía.

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