Un hijo mañanero
La sangre de óscar, el mozo que fue empitonado hasta la muerte por un toro en Torrelaguna el último septiembre, ha servido para algo. Al menos sobre el papel. Han llovido las sanciones, y los alcaldes de los pueblos de la Comunidad han recibido el segundo aviso: este año, nada de maltrato, a los animales, y a cumplir el reglamento a rajatabla. Muy pocos son los pueblos que no tienen encierros en sus fiestas, y en todos persiste el mismo problema: ¿quién controla que la seguridad funcione más allá del papel? Aparte e la lejana autoridad competente, nadie. Sin embargo, un alcalde, el de Getafe, se ha atrevido a acabar con los encierros, y en Torrejón de Ardoz no corren los menores. Algo es algo.¡Dios, qué contento estoy!", decía un ciudadano pamplonés en la noche sanferminera, e invitaba a champaña a cuantos estábamos en el restaurante. "¿Por qué tanta alegría, amigo?", le preguntábamos. Y respondía: "¡Porque he tenido un hijo mañanero!". Nadie había oído jamás el término y hubo cambio de impresiones entre los comensales, también disputas, acerca de lo que podría significar un hijo mañanero. El ciudadano pamplonés no lo reveló hasta bien entrada la madrugada, cuando avisó de que ya no invitaba más, ni bebía (tampoco le hacía falta; el champaña se le salía por los ojos), pues iba a la calle de la Estafeta, para ver cómo corría por primera vez los toros su hijo, en la mañana sanferminera.Un orgullo era, para el ciudadano pamplonés, ese hijo, continuador de la tradición que él mismo le legaba y que venía de sus ancestros, hasta donde se pudiera escudriñar en la noche de los tiempos.
Quizá no tanta noche, porque la tradición de los sanfermines no va más allá del origen de la fiesta de los toros. Ni tampoco son los encierros más antiguos entre cuantos se conocen. Por ejemplo, en la población segoviana de Cuéllar -o en la madrileña de Torrelaguna- aseguran que los suyos proceden de tiempos más remotos.
En realidad, el encierro formaba parte de la corrida y respondía a una necesidad estricta: llevar los toros desde los predios a la plaza.
Se hacía campo a través, por cañadas y veredas; la gente acudía, curiosa, a recibirlos; y, al encuentro, había de correr. Eso, o vérselas con la feroz manada.
La solera legitima el encierro y lo humaniza, porque las sucesivas generaciones se transmiten las técnicas y el espíritu de nobleza deportiva que anima al corredor, la cual exige respeto a las reses y fidelidad a la tradición. Los patosos y los irresponsables que acuden al encierro bebidos son rechazados por los propios mozos. Les va en ello su integridad física y la grandeza de la fiesta. En Pamplona se llegó a exigir que los mozos acudieran a la carrera impolutos y serenos. Nada tienen que ver estos encierros, por tanto, con echar a la calle toros; molestarlos e incluso herirlos; rebullir tumultuosamente a su alrededor; exponerse a la cornada. Ninguna tradición puede justificar la atrocidad, y los partidarios de la fiesta de los toros son los primeros que abominan de ella.
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