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La CE y los derechos humanos

La Conferencia Internacional sobre los Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha iniciado sus trabajos el pasado lunes en Viena. Se trata de la primera gran oportunidad para la comunidad internacional de tratar el tema de la relación entre derechos humanos y desarrollo a la luz de los profundos cambios intervenidos en el mundo desde el final de la confrontación Este-Oeste.Durante mucho tiempo, las relaciones internacionales, y en particular las políticas de cooperación al desarrollo de los países del hemisferio norte, evitaron toda referencia explícita a la democratización y a los derechos humanos como elemento esencial del desarrollo.

En virtud del principio de no injerencia y de la dura realidad de la guerra fría, la Comunidad Europea también se limitó en el pasado a aplicar una política de cooperación con países terceros neutral, que rara vez intervenía en defensa de derechos humanos salvo en los casos más flagrantes y brutales.

Hoy esta situación ha cambiado gracias al final de la confrontación Este-Oeste, pero sobre todo gracias a la conciencia de los propios ciudadanos de los países en vías de desarrollo, que reclaman con más fuerza que nunca su derecho a gozar de las libertades fundamentales: sin duda, las imágenes de la demolición pacífica del muro de Berlín han hecho renacer la esperanza de los desheredados del mundo.

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El respeto y la promoción de los derechos humanos deben constituir un objetivo esencial de las relaciones internacionales y un elemento fundamental de las relaciones entre la Comunidad y sus miembros y los países terceros.

El Tratado de la Unión Europea ha fortalecido este principio al fijar como uno de sus objetivos "el desarrollo y el fortalecimiento de la democracia y del Estado de derecho, así como el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales".

El fortalecimiento de los regímenes políticos democráticos, en el marco de una gestión transparente y eficaz de los asuntos públicos, constituye un elemento indispensable para el verdadero desarrollo económico y social. Por consiguiente, la política de cooperación de la Comunidad Europea debe introducir de ahora en adelante el nuevo criterio de los derechos humanos como prioridad esencial.

La inclusión del respeto de los derechos humanos y de los principios democráticos constituye, en efecto, una novedad que se ha integrado plenamente en el cuerpo mismo de la política exterior y de cooperación al desarrollo de la CE.

En marzo de 1991 tuve el honor de proponer al Consejo de Ministros comunitario un documento que sirvió de base para la resolución que, en noviembre de 1992, estableció por primera vez un lazo fundamental entre democracia, derechos humanos y cooperación al desarrollo. Por su parte, el Parlamento Europeo, siempre sensible a la defensa de las libertades, apoyó inequívocamente esta iniciativa.

La CE acordó desde un principio dar prioridad a un conjunto de medidas positivas de promoción de los derechos humanos y de los principios democráticos. Pero también consideramos que era necesario disponer de una serie de medidas de carácter negativo para poder responder con credibilidad ante las violaciones más flagrantes.

La acción de la Comunidad en favor de las libertades no se ha limitado a la mera retórica. En los últimos dos años, la Comisión Europea ha contribuido directamente en los procesos de transición democrática de 23 países (*): éste es un capítulo poco conocido en la realidad del Tercer Mundo, pero es bueno que la opinión pública española sepa que la CE ha cofinanciado un gran número de acciones positivas de apoyo a los procesos de democratización.

Se trata de casos tan dispares como los de Benin, Kenia, Mauritania, Madagascar, Mozambique, Malí, Camboya o Paraguay. En algunos países, como Angola, las iniciativas de la CE y de la comunidad internacional no han permitido encarrilar definitivamente el proceso de paz; pero en otros casos, como el referéndum de independencia de Eritrea, han tenido un éxito esperanzador y difícilmente imaginable en una época de explosión de nacionalismos.

Nuestra acción en este campo ha estado guiada por la necesidad de apoyar la creación de instituciones democráticas, garantizando la transparencia y equidad de los procesos electorales.

Hay también otra tarea que va a orientar cada vez más la acción de la Comunidad: el apoyo a la consolidación de las nuevas instituciones surgidas de los procesos electorales democráticos que han llegado a buen término. No basta con favorecer la transición, es preciso contribuir en la organización del Estado de derecho mediante la formación de jueces y gestores, la constitución de Parlamentos y tribunales, etcétera: ámbitos todos ellos en los que, hasta hace pocos años, el consagrado principio de no injerencia no hubiera permitido intervenir a la CE.

Quisiera extenderme un momento en una de las cuestiones que centran los debates entre Norte y Sur en Viena: el problema de la relación entre la universalidad de los derechos humanos y el respeto de las tradiciones culturales y religiosas. En otras palabras: ¿es legítimo pretender reproducir en todo el mundo el modelo occidental de democracias parlamentarias?

En los últimos cuatro años, en calidad de comisario europeo responsable de la cooperación al desarrollo, he conocido realidades culturales, antropológicas y políticas muy dispares. He llegado a dos convencimientos en los que creo profundamente.

Por un lado, es evidente que los modelos de partido único han demostrado en todo el mundo su incapacidad para proporcionar un desarrollo justo y duradero para una mayoría de la población. No hay desarrollo real sin participación democrática.

Por otro lado, también creo que el establecimiento de regímenes democráticos en los países en desarrollo sólo tiene sentido si procede de la voluntad de la propia población de estos países. La CE no debe, pues, imponer un sistema político, sino sentar las bases de una democracia profunda mediante una mayor participación popular, un mejor reparto de riquezas, una mayor transparencia y responsabilidad de los Gobiernos.

Respetemos, pues, las aspiraciones y los ritmos históricos de cada país, de cada continente. Los países más poderosos deben evitar dar lecciones: de lo contrario, el diálogo será muy difícil.

Pero no caigamos, por un sentimiento de culpabilidad colonial mal entendida, en el error de menospreciar los derechos de los desheredados a gozar de libertades que constituyen una conquista de la humanidad.

Otro aspecto merece ser destacado, porque constituye una nueva línea de trabajo, inaugurada recientemente por la Comisión Europea: el apoyo a la libertad de expresión y a la independencia de los medios de comunicación en los países en vías de desarrollo. De la misma forma que no hay verdadero desarrollo sin Estado de derecho y democracia, no puede hablarse de democracia sin libertad de expresión.

Si la Comunidad debe privilegiar un enfoque positivo de promoción de los derechos humanos y la democracia, también es cierto que hemos tenido que ampliar en ocasiones medidas de carácter negativo: no podemos corresponsabilizamos con situaciones que niegan a las poblaciones sus derechos más elementales.

Debemos, por lo tanto, tener el valor de responder de forma adecuada ante violaciones graves de los derechos humanos o interrupciones de procesos democráticos.

La CE ya ha intervenido con un abanico de medidas que van desde las iniciativas diplomáticas clásicas hasta la suspensión total de los programas de ayuda económica en casos como Haití, Sudán, Zaire, Guinea Ecuatorial, Liberia, Somalia, Togo y, recientemente, congelando toda ayuda económica a Guatemala en las primeras 24 horas tras el golpe de Estado. Debemos estar dispuestos a seguir haciéndolo en el futuro.

Otra cuestión, largamente discutida en los últimos años, focaliza el debate entre Norte y Sur en Viena: el derecho de injerencia por razones humanitarias.

Ahora que las relaciones internionales ya no están mediatizadas por la confrontación entre los bloques, el mundo no puede permanecer indiferente ante cualquier atrocidad simplemente porque quien la comete actúa desde su propia soberanía.

Me atrevo a decir que un cierto reconocimiento del derecho de injerencia humanitaria, bajo condiciones bien definidas, es lo que verdaderamente puede legitimar la existencia de la Organización de Naciones Unidas en este final de siglo.

El gran riesgo es que no se llegue a una solución global y pactada: se caería entonces, inevitablemente, en un doble rasero. La opinión pública no entiende por qué se bombardea a un general genocida en Somalia y no se hace lo mismo en la antigua Yugoslavia.

Lo fundamental y lo más difícil, desde mi punto de vista, es que la comunidad internacional, y la CE en especial, aseguren la aplicación de criterios objetivos y equitativos y respondan de forma análoga ante situaciones parecidas, con independencia de los intereses en juego.

Si bien es cierto que sería imposible querer aplicar criterios puramente mecánicos en un tema complejo como el de las libertades, es evidente que no se pueden aplicar distintos raseros según la influencia política o económica de los países en cuestión: es ésta una cuestión crucial de la que dependerá en gran medida la credibilidad futura de la acción comunitaria en materia de defensa de los derechos humanos.

Finalmente, es indudable que la credibilidad, pero también la capacidad de influir en el curso de los acontecimientos, por parte de la CE, depende también de la coherencia entre las acciones de los distintos Estados miembros y de la Comunidad.

La entrada en vigor del Tratado de Maastricht permitirá sin duda reforzar la cohesión comunitaria en este problema fundamental de cara a fortalecer el papel de la Comunidad como actor de primer orden en la esfera internacional.

Manuel Marín es vicepresidente de la Comisión de las Comunidades Europeas. La CE ha cofinanciado, desde enero de 1992, los procesos electorales en Mauritania, Senegal, Burkina Faso, Lesoto, Níger, República Centroafricana, Congo, Angola, Madagascar, Ghana, Guinea, Namibia, Kenia, Mozambique, Yemen, Malí, Togo, Zaire, Gabón, Eritrea, Burundi, Camboya y Paraguay.

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