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Los rostros de la derecha

Centrado en asuntos no centrales, de los que es buen ejemplo el de la corrupción, el debate electoral de estos días contribuye muy poco al esclarecimiento del sentido último del voto del próximo 6 de junio. Tenemos delante partidos políticos que dicen representar tendencias e ideas fácilmente identificables a poco que se mire hacia el pasado. En tal visión, derechas e izquierdas poseerían perfiles netos, conservados sin variación durante no menos de medio siglo. Naturalmente, para aceptar tal cosa, habríamos de hacer caso omiso de la terminación de la guerra fría, así como también de la liquidación de la Unión Soviética y del modelo de relaciones internacionales que J. A. Hobson denominó, hace 90 años, "imperialismo". Sin embargo, esas tres cosas ocurrieron, o están ocurriendo, y se reflejan con toda claridad en nuestro panorama.Las derechas ya no se pueden definir por la oposición al comunismo, o, más exactamente, al paradigma de los países del socialismo real, que hasta hace un lustro vertebraba su discurso, justificándolas como parte imprescindible de cualquier estructura democrática y aun ligándolas a opciones no inmovilistas. Desaparecido el fantasma soviético, y con él una porción sustancial del lastre que las anclaba en zonas próximas al centro político, esas derechas tienden a desplazarse hacia los bordes del sistema. En la medida en que no haga falta dar pruebas de conducta democrática para obtener la aceptación del conjunto y constituir una posibilidad de gobierno, deja de haber propuestas cuestionables: la xenofobia y el racismo, sea que se expresen en fórmulas legislativas concretas o que se disimulen bajo la capa de políticas supuestamente orientadas a la reducción del paro, se han incorporado, con buen éxito electoral, a los programas de formaciones políticas europeas.

No pocos intelectuales, algunos en estas mismas páginas, mostraron en los últimos días su acuerdo con la idea, resumida para la campaña por Alfonso Guerra, de que tenemos "la peor derecha de Europa". Tal vez eso sea cierto en unos órdenes determinados -el de las escasas luces o el de la cerrilidad puestas de manifiesto por unos cuantos candidatos-, pero no lo es en general. No es verdad que José María Aznar sea más reaccionario que John Major, ni que la política de extranjería de un Gobierno formado por el Partido Popular vaya a ser más dura que la que ya ha empezado a desarrollar el primer ministro francés, el turco -nacido en Esmirna de padres turcos Edouard Balladur. Lo que, sin duda, contribuye a dar esa, impresión es la debilidad histórica de las instituciones democráticas españolas, que las hace más sensibles a los embates de ciertas políticas coyunturales.

En un despacho reciente, Javier Valenzuela, corresponsal en París de este periódico, decía que "si Francia tuviera que resumirse en una institución, sería la escuela laica, pública, gratuita y obligatoria" y que 9a escuela republicana es el alma de la Francia contemporánea". Eso es lo natural, por cuanto Francia fue la cuna de la primera revolución burguesa de Europa, y es asimismo lo que confiere a sus avances una solidez indeclinable. En España, en cambio, la Iglesia. católica ocupa un enorme espacio en la educación general, que se redujo muy poco en la pasada década, y que aumentaría aún más con un Gobierno de derechas: sabemos que las libertades individuales son menos perdurables en un país con una instrucción pública raquítica y confesional, que paga desde hace cinco siglos el precio de la Inquisición y de la Contrarreforma.

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Los mismos críticos que dan por sentado que lo que nos diferencia de Francia es el talante menos democrático de nuestra derecha acuden a la historia para señalar que, mientras Charles Pasqua es heredero del general De Gaulle, el joven Ruiz Gallardón -quien, en la campaña electoral, se ha hecho cargo de los temas de seguridad- es heredero del generalísimo Franco. Y en eso se equivocan doblemente. Se equivocan respecto del ministro del Interior francés, un hombre tan apartado de la herencia política de le Général -si es que, desaparecido Ma1raux, tal cosa existe- como podía estarlo Fouché de la herencia política de Graco Babeuf. Y se equivocan respecto de la condición franquista de la cúpula del Partido Popular.

No cabe confundir el franquismo y el liberalismo thatcheriano: se trata de concepciones y formas de administración del Estado, no sólo distintas, sino opuestas. El régimen franquista se fundaba en un Estado paternal, represor pero protector, una estructura sindical que daba sólidas garantías al trabajador y un mercado altamente controlado. El programa económico liberal del Partido Popular se halla en las antípodas de esa fórmula: contempla la reducción al mínimo del papel del Estado y la desaparición de la mayor cantidad posible de regulaciones jurídicas del mercado, tanto de producto como de trabajo, a la vez que planifica la privatización de la sanidad y de las pensiones.

El PSOE es más fiel a su propia historia, aun cuando haya quienes consideren que es una historia de infidelidades. Ya en los días del Frente Popular, en Francia o en Chile, los socialistas se las ingeniaron para ocupar lo que se llama el centro político -que suele ser el lugar de la ambigüedad y que les ha ganado siempre más enemigos que amigos- y para gobernar desde allí. Lo propio de la socialdemocracia es un delicado equilibrio entre Estado y sociedad civil, en lo tocante a las libertades públicas, y entre Estado y capital, por lo que hace a la libertad de empresa. Los comunistas les reprocharán, inevitablemente, el no ser comunistas -lo hacen desde 1914-, y las derechas les acusarán de comunistas. Felipe González insiste últimamente en definirse, y definir su partido, como de centro-izquierda.

Tampoco las organizaciones situadas a la izquierda del PSOE están al margen del desastre soviético. Ni los comunistas ni sus compañeros de viaje de IU pueden ya tratar el capitalismo en los términos en que lo hacían antes de la perestroika, ni pueden promover un modelo económico alternativo, ni una vía de acceso al poder distinta de la electoral. La definición de su estatuto, pues, en relación con el del PSOE, es más dificil que en el caso de la derecha. Y no sólo. porque comunistas y socialistas procedan de un tronco común, sino también porque son menos representativos y carecen de referentes internacionales precisos. Los comunistas españoles no son los peores de Europa, pero, sí son distintos de los demás: la tierra en que crecieron, por lo mismo que les fue fértil a las derechas, les fue a ellos de secano. El PC de España no produjo un Barbusse, ni un Togliatti, ni una Rosa Luxemburgo: nunca tuvo grandes intelectuales orgánicos, ni los intelectuales en general fueron vistos nunca con simpatía por sus dirigentes. Por ello, en España no hay un debate comparable al de Italia, por ejemplo, donde el enfrentamiento Ochetto-Ingrao ha dado lugar a una reflexión amplia, con participación de los socialdemócratas ajenos a los negocios de Craxi. En España, Julio Anguita se permite salidas autoritarias con un alto precio en votos. En España, los comunistas son esencialmente antisocialistas, y en eso se parecen a los peores de Europa, que son los griegos. Nadie, ante la negativa de Anguita a revelar el destino de su caudal electoral, puede hoy garantizar que no vaya a parar a las arcas del Partido Popular.

Los puntos de contacto entre ambos extremos del espectro político se muestran más numerosos de lo que sería de desear a esta altura de la historia. Izquierda Unida puede ser la carta de triunfo de la derecha.

Horacio Vázquez Rial es escritor.

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