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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Barbarie

LA ÚLTIMA barbarie de las conocidas hasta ahora, perpetrada por, al parecer, un grupo neonazi alemán que actúa en el valle del Ruhr, presenta un desgraciado balance de, por el momento, cinco mujeres turcas asesinadas, entre ellas, dos niñas, de cuatro y nueve años. Solingen, la localidad donde vivían las víctimas, forma parte ya de ese largo itinerario del terror y la intolerancia más extremas que recorre Europa con una constancia desalentadora: Mölln, Múnich..., pero también Londres, Florencia, Hipercor o Zaragoza, nombres que remiten a gestos en los que la sinrazón encuentra en la violencia al aliado implacable.La Europa comunitaria, sin duda una de las escasas zonas del mundo en las que, pese a todo, el bienestar económico aún emite cantos de sirena para los desheredados de la tierra, muestra una de sus caras más aborrecibles ante la inmigración: la del racismo y la xenofobia; parece optar por el uso de la fuerza frente al débil como único método para solucionar las dificultades que crea una recesión económica profunda y prolongada. Es cierto que las agresiones más feroces, la militancia más fanática, corresponde a unos pocos, jóvenes en su mayoría, pero también lo es que la violencia suele ser la última de las fases de un conflicto. Antes de que se llegue a ese tipo de atentados hay una constante corrosión moral con un claro objetivo: la culpabilización en cabeza ajena, la satanización del otro como responsable de nuestras propias incapacidades, de nuestros males.

La mitificación del pragmatismo y, por tanto, el descrédito de lo solidario; el estímulo permanente a la voracidad consumista; el desprecio ante lo intangible, van conformando un ambiente al que sólo le falta añadirle un paro de más del 10% de la población laboral activa de la Comunidad, un recorte en los gastos sociales y un descenso demográfico perturbador para las perspectivas inmediatas, para que la mezcla encuentre fácilmente a los demagogos de turno, que, desde la simpleza de sus análisis o la tosquedad de sus propuestas, encuentran más eco del razonable en un electorado insatisfecho y descorazonado. El paso siguiente no es otro que el resurgimiento de los iluminados asesinos, sean neonazis, fascistas o revolucionarios nacionalistas.

, Un fin de siglo compulsivo, repleto de acontecimientos insospechados años atrás, que, sin embargo, aporta más oscuridad que luz. Si la recesión propicia el surgimiento de la demagogia en los países desarrollados, en los que salen del largo túnel del llamado socialismo real, genera odios interétnicos, barbaries colectivas y organizadas, como la guerra en la antigua *Yugoslavia, lo que a su vez promueve más éxodos y, por tanto, más madera para la intolerancia de los países democráticos.

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Un círculo difícil de romper por cuanto ante las dificultades de la situación sólo cabría oponer la divuIgación de propuestas sensatas y, si fuera posible, ímaginativas. De momento, la reacción inicial es poco halagüeña y cubre un parco espectro de soluciones: la de quienes sólo encuentran el modificar represivamente la legislación (el reciente caso de Francia con sus propuestas restrictivas en lo referente al derecho a la nacionalidad) de una forma directa y descarnada, y la de quienes tratan de buscar el equilibrio entre la necesidad de frenar la inmigración, un problema cuantitativamente grave en sí mismo, y el respeto a una tradición -que en el caso alemán está ratificada en su Constitución- generosa y solidaria.

Se pueden exponer numerosos datos, porcentajes, estadísticas, a gusto de, prácticamente, todas las posturas posibles, pero ninguno de ellos justifica la connivencia o la pasividad ante atentados como el de Solingen: ni la de la ciudadanía que no acepta la sinrazón y el crimen como argumento, ni la de los sólidos y potentes sistemas de seguridad -desde la policía a la judicatura- con que el Estado se ha ido dotando a lo largo de los años. No es de recibo entronizar el pragmatismo y a la vez demostrar incompetencia, que es lo que, hasta la fecha, han exhibido mayoritariamente los Gobiernos comunitarios ante problemas como el racismo o las guerras civiles.

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