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Tribuna:
Tribuna
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Hogar

Supongo que porque nunca tuve un verdadero hogar, un refugio frente al mundo -aparte de las sucesivas redacciones de periódicos que luego he ido encontrando, que son más bien un cobijo dentro del mundo-, leí el lunes en este periódico, especialmente conmovida, la información sobre el centro de recuperación de Garai (Vizcaya) para animales maltrechos, nuestras víctimas. Cualquiera que haya sentido alguna vez la sospecha de que pertenece a una parte de la fauna humana algo contusa, me entenderá. Disponer de una cueva en la que alguien te cuide, de un agujero protegido de ciertos rigores. No tener que tomar decisiones, no opinar, sólo poner el lomo y que alguien con sabiduría te pase la mano. El paraíso.

La foto de la osa mordisqueando el cuello del veterinario Maiztegi tiene toda la ternura de que carecen, habitualmente, las imágenes que nos informan. Dan ganas de correr allí y encerrarse en un pedazo de monte, junto a un buitre manco y un lince tuerto; apacentar la propia mutilación, que a menudo no está en el cuerpo, en los pastos que reciben a ciervos malheridos.

Ahora que todo el mundo grita tanto, ahora que todo está tan manipulado, debe de ser particularmente hermoso abandonar cojeando el rebaño y llamar a la puerta de Garai: "Toc, toc". "¿Quién es?". "Soy un cordero desconcertado y, además, tengo miedo, porque no sé cuál es, de entre cuantas se me acercan, la mano del matarife que me rebanará el cuello".

"Adelante", y pasaré, y aparcaré mi cuerpo al calor del hermano zorro y la hermana loba, lamiéndonos mutuamente las cicatrices, con más perros y gatos alrededor de los que ahora puedo tener. Y todos nos reiremos como hienas de lo que está pasando fuera.

Fuera, donde dicen que la gente es libre, civilizada y feliz.

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