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Jurisdicción y política

Desde hace algún tiempo es frecuente que políticos con responsabilidades de gobierno expresen su preocupación por lo que se ha dado en llamar judicialización de la política.

El asunto, sin embargo, no es nuevo. Antes bien, ha sido objeto de autorizado tratamiento desde hace años por parte de autores seriamente preocupados por el tema; o sea, por el fenómeno tomado en serio; es decir, desde la raiz.

El problema merece interés en una doble vertiente. Por una parte, que los jueces tengan que proyectar su atención sobre cuestiones vidriosas, con instancias y sujetos públicos como protagonistas, es un mal síntoma. Sobre todo si ello sugiere la existencia necesaria de zonas de ilegalidad, o de legalidad atenuada, en determinados aparatos del Estado o en articulaciones fundamentales del sistema democrático. Como sí una gestión eficaz del mismo tuviera que pasar por liberarse del derecho en beneficio de una supuesta gobernabilidad.

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Así ocurre en el caso de los partidos, algunos de cuyos líderes no han vacilado en reconocer que el incumplimiento de la ley es la norma. Esto, más que un rasgo valorable de sinceridad auto crítica, es la aceptación forzada de una desoladora evidencia que, sumada a otras, obliga a preguntarse por lo que hay en los partidos de fidelidad a su papel constitucional de elementos estructurales de la democracia representativa y cuánto de agencias de gestión de intereses corporativos.

Pero se da también el supuesto de otras instituciones cuyas pautas de funcionamiento, por sus particularidades negativas, justifican más que de sobra el recurso al juzgado.

En ambos tipos de casos, la justicia penal se convierte en el subrogado de controles previos inexistentes o cuyo deficiente funcionamiento determina que se acuda con indeseable frecuencia al que sólo debería ser un recurso extremo. Esta tendencia, reforzada por el dato de que la responsabilidad política es una rara avis que no consigue anidar en nuestro ecosistema público, produce como efecto. indeseable la sobreocupación de los jueces en cuestiones de alta densidad política. Algo que, en el teórico reparto de papeles entre las, diversas instancias de poder, no responde al ideal de normalidad del Estado de derecho, pero que en las actuales circunstancias, nada ideales, es, sin duda, un mal menor.

Frente al fenómeno no ha faltado la voz del pragmático, en clave de realpolitik, proponiendo un tratamiento encubridor del problema: si éste viene alado -se dice- por el acceso (indebido) de ciertas materias incendiarias a los tribunales, bastaría con poner un filtro eficaz en el control de los inputs, o sea, cerrar la puerta.

Como en otros casos se mata al mensajero, aquí se quiere exorcizar lo que no es más que un síntoma y en sí mismo no necesariamente malo. Lo decididamente grave es que en sedes públicas empiecen a aflorar los justiciables. Pues, cuando se dan tales situaciones, que el sistema disponga de alguna capacidad de respuesta -limitada, ocasional, a veces casi sólo simbólica como es la concentrada en la jurisdicción-, la judicialización de la política es, al fin, expresión de cierto grado de vigor del Estado de derecho.

En este contexto, la captación de dos jueces por el partido del Gobierno para sus listas electorales sería ahora, en opinión de algunos de quienes lamentan el otro tipo de judicialización como mala, una judicialización deseable, incluso benéfica.

A mí, sinceramente, la idea de que a un juez se le llame sociedad civil y se asocie a su presencia en algún lugar la imagen ecológica, casi verde, del aire fresco o nuevo, no puedo ocultar que me produce una sensación indescriptible, quizá por lo distinta y novedosa.

Sin embargo, algunos ingredientes asociados a estas vicisitudes me parece que exigen no dejarse ganar por la estética fácil y profundizar en la reflexión.

Cuando, como es mi caso, se ha discrepado -por ideológico y falseador- del paradigma que expresa el artículo 127 de la Constitución, que prohíbe a los jueces la inscripción en partidos políticos o sindicatos, hay muy poco o nada que decir del hecho puro y simple de que algún juez haga una explícita opción de partido. A lo sumo, puede gustar o no gustar en función de la idea que se tenga de lo jurisdiccional.

Si de la opción en sí misma, del qué, pasamos al cómo, creo poder decir que pertenece a la naturaleza de esta clase de cosas el dato de que prime la dimensión publicitaria cuando, como aquí acontece, nos movemos en el marco de uh modo de hacer política que es. esencialmente gestual y bastante frívolo. ¿O cabría imaginar una búsqueda de jueces candidatos sin esa previamente demonizada judicialización de la política, sin la posibilidad de capitalizar electoralmente ciertas entradas en política como un golpe de efecto publicitariamente rentable? Con sinceridad, pienso que no.

Así, la legitimidad de la elección de campo de los jueces de referencia, en tanto que asunto personal, resulta ser tan incuestionable como predeterminada está objetivamente por la dinámica del mercado electoral, la modalidad de la puesta en escena de tales operaciones. Otra cosa son los matices, la anécdota, no diré que irrelevante, que puede acompañar a cada trayectoria individual, sin duda también legítimo objeto de valoración pública, pero ya sólo como cuestión de estilo.

Sin embargo, la forma -ya digo que seguramente inevitable- de producirse los acontecimientos puede inducir como efecto indesable un modo inadecuado, políticamente inadecuado, de entender la relación de la jurisdicción con las otras instancias de poder.

Sobre todo si lo que se sugiere es que, junto con los jueces, en el mismo paquete, un partido puede incorporar también a su programa algo de lo que la jurisdicción significa desde un punto de vista ideal: imparcialidad y sujeción sólo a la ley, básicamente; como una suerte de garantía de la credibilidad de las propuestas electorales.

En efecto, el juez puede ser imparcial y actuar conforme al principio de legalidad (tómese esto en el sentido menos mitificador de los términos) sólo si goza de un estatuto de independencia que lo haga posible por la vigencia efectiva de un marco de garantías procesales. De este modo cabrá una aproximación tendencial al modelo constitucional, que, en cambio, no puede darse donde no concurran tales prerrequisitos.

Por eso, la garantía específica que un magistrado puede representar, por ejemplo, frente a la corrupción en un cierto sector de la vida pública, no se nutre de sustancia metafísica, no de carisma: está inescindiblemente asociada a la condición estatutaria de juez y al desempeño regular de su función en el contexto diseñado por el ordenamiento.

La garantía jurisdiccional frente a la corrupción, frente a las corrupciones, que es una de. las garantías del sistema democrático, aunque en situaciones de crisis de otro tipo de controles quizá la garantía residual, está en que frente a "Ffederico II" existan "tribunales de Berlín". Fuera de los tribunales y lejos de Berlín no hay jueces, y no hay motivos razonables para esperar que -más allá de las frivolidades del flash publicitario- quienes lo han sido vayan a llevar al partido o a la vida política nada que no pueda aportar un profesional de otra procedencia.

Por eso, no es buena la interesada confusión de planos, el mensaje subliminal -seguramente nada desinteresado- implícito en algunas manifestaciones de estos días resumible en la idea de que los valores de la jurisdicción podrían ser un bien políticamente patrimonializable. Que esta confusión no se produzca es una responsabilidad de quien busca jueces como candidatos, pero también -y no sé si sobre todo- de los propios candidatos-jueces.

P. Andrés Ibáñez es magistrado.

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