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Cómo combatir el racismo y la xenofobia

Se descubrió el pastel: todos los países tienen sus propios problemas de xenofobia y racismo. Ya de joven, me di cuenta de que en los grupos que yo frecuentaba (círculos liberales de izquierdas), "racista" tendía a ser un insulto que se soltaba oportunamente a los demás: por lo general, a aquellos que no compartían nuestros puntos de vista políticos. Nosotros los liberales nos sentíamos puros señalando los fallos morales del prójimo. Dependiendo de la situación geográfica -soy una estadounidense que ha pasado mucho tiempo en Francia y en España-, nuestra superioridad moral solía consistir en la mera repetición de los tópicos más obvios: los franceses son avariciosos, los estadounidenses ahorcan a los negros, España sigue teniendo la misma mentalidad que en los tiempos de la Inquisición, los alemanes son unos bárbaros, etcétera.Y, sí, cómo no, hacíamos más cosas. En Estados Unidos, nos manifestamos y luchamos por los derechos civiles. En España, mi generación participo activamente en la Resistencia. Todavía creíamos en el efecto enriquecedor del progreso, dábamos por hecho que las cosas estaban mejorando. Y algunas mejoraron, pero otras no. Desde que Europa empezó a dividirse otra vez, como en una repetición de 1914, el racismo y la xenofobia asoman en todo el continente; entretanto, en EE UU, sigue habiendo brotes de racismo, generalmente entre los negros y otras minorías.

¿Qué es lo que ha funcionado entonces? He observado dos falacias importantes. La primera es que los principales avances contra el racismo son, y deben ser, obra de los intelectuales. La segunda es que el primer paso que hay que dar es erradicar las opiniones racistas de las mentes de los fanáticos radicales. Yo optaría por un método más mundano). Lo que hace falta es que la mayoría de un país, eso que se solía llamar burguesía, o clase media, se convenza de que la difusión de las ideas racistas es algo vergonzoso e impopular:,

Fijemonos en la evolución del caso de Rodney G. King: hace sólo dos años, King, un hombre negro, fue salvajemente golpeado por unos policías de Los Ángeles -una ciudad acosada por disturbios raciales y unas prácticas policiales cuestionables- porque supuestamente opuso resistencia cuando le detuvieron. De chiripa, un mirón tenía una cámara de vídeo y pudo filmar la paliza, una imagen repetida constantemente en la televisión. Pronto se produjo una circunstancia insostenible: un tribunal de Los Ángeles absolvió a los policías; entretanto, las principales cadenas de televisión siguieron emitiendo el vídeo. El Gobierno federal intervino rápidamente y ordenó que se llevara a cabo una revisión del juicio y se remitiera la causa a un tribunal superior, más favorable. (La ley estadounidense, que se basa en la interpretación en vez de en reglas absolutas, tiene un montón de agujeros muy útiles que permiten rehacer de esta manera las cosas). Después de siete enervantes días de agrio debate, mientras Estados Unidos contenía el aliento con los ojos clavados en el televisor, los miembros del jurado en el caso Rodney G. King, en Los Ángeles, hallaron culpables a los dos policías más veteranos -Lawrence Powell y Stacey Koon- de golpear salvajemente a King, y, por consiguiente, de privarle de sus derechos civiles, o sea, su derecho a que un tribunal en el que estuviera legalmente representado determinara su culpabilidad o inocencia. Los otros dos oficiales fueron absueltos, uno porque trató de ayudar a King y el otro porque era un novato que acababa de incorporarse al trabajo.

El veredicto fue a la vez pragmático y político. Evidentemente, había que evitar nuevos incidentes raciales, y, también evidentemente, todo esto empezó cuando los Estados Unidos de Clinton estaban a la vuelta de la esquina y el talante de la opinión pública consideraría inaceptable la brutal actuación policial. Pero lo que también era cierto es que el país estaba verdaderamente horror¡zado por las violentas imágenes que veía en la pantalla.

Alguna que otra de esas ingentes manifestaciones con grandes cantidades de retórica a la que nosotros los liberales somos tan aficionados, no provoca esta clase de respuesta; lo que la origina es el resultado de muchos años de repetición mundana e incesante de pequeñas cosas que, individualmente, parecen insignificantes. Las actitudes antirracistas tienen que calar muy hondo en una sociedad y volverse cotidianas para que funcionen. Mi nieta de seis anos escoge una muñeca negra en una juguetería en vez de una blanca no porque haya que ser "bueno con los negros" y, desde luego, no porque sea "políticamente correcto". Quiere la muñeca porque ha visto una multitud de anuncios de muñecas de todos los colores en la televisión, y lo mismo en los libros que lee, y la juguetería, que es de lujo, tiene muñecas negras y blancas. A lo mejor la fábrica de juguetes no es más que un empresario astuto, que se está forrando con una idea moderna. ¿Qué importa? En un reciente ensayo, un escritor negro de la generación que luchó por el principio de que "lo negro es bello", y, por consiguiente, para que sus hijas tuvieran muñecas negras, comentaba lo sorprendido que se quedó al descubrir que su hija pequeña no le daba demasiada importancia y escogía muñecas blancas con la misma frecuencia que escogía muñecas negras. Meditando sobre la diferencia entre el mundo que ella ve y el mundo en el que él creció, se dio cuenta de que, para ella, el que el color fuera intercambiable no significaba tanto.

Cuando era más joven, creía que las convicciones de uno eran lo más importante. Sigo creyendo que son importantes -no estoy proponiendo que nos convirtamos en gente hueca-, pero también me he percatado de que había infravalorado el poder de lo corriente, de la familiaridad con la forma de hacer las cosas. Puede que uno de los fabricantes de muñecas negras odie secretamente a los negros. O que el dueño de un periódico tenga asco de los orientales o a los judíos. Pero una vez que el expresar estas ideas antisociales deja de estar bien visto (no me refiero a censura, sino a actitudes), éstas dejan de ser corrientes; los prejuicios van perdiendo poder.

Nosotros los intelectuales, de Nueva York, de Madrid o de dondequiera que sea, no soportamos lo corriente. Pero cuando miro a mi alrededor veo que, en Estados Unidos, donde mejor ha funcionado la integración no ha sido entre la élite intelectual, sino en los negocios corrientes, en los colegios corrientes. El talón de Aquiles del intelectual ha sido nuestra tendencia a sobrevalorar las ideas y a infravalorar la conducta cívica, y en los países latinos hay mucho menos sitio para las actividades cívicas que en el mundo anglosajón.

Todas las sociedades tienen sus cabezas rapadas, su violencia racial, su brutalidad policial, su fanatismo radical. Pero siempre y cuando la mayoría social deslegitime ese tipo de conducta y la considere marginal, la sociedad tiene una oportunidad. Y "la mayoría social" no significa sólo los políticos, las víctimas, o los ideólogos de izquierdas. Como se decía en los años sesenta: "Si no eres parte de la solución, eres parte del problema".

Barbara Probst Solomon es escritor y periodista norteamericana.

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