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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Antoñete, el día del"Santo de 1953

Poseídos, magnetizados por aquel efímero pero denso y sincero toreo, le sacaron en volandas por la puerta grande con el unánime consentimiento de la afición, que por aquellos .años -hoy hace 40- tenía por costumbre dar el visto bueno a semejante honor sin tener en cuenta el número de trofeos conseguidos. Cruzaron velozmente la explanada que separaba la magia y la civilización, y se encaminaron calle de Alcalá arriba decididos a encumbrarle en la plaza de Manuel Becerra. Al alcanzar la esquina de la calle de Bocángel, varias voces rectificaron los planes de la turba. Giro a la izquierda y, a modo de pagana procesión, los costaleros apretaron el paso hacia la casa del nuevo as de la tauromaquia.Con el temo azul y oro literalmente destrozado, huérfano de caireles y alamares que acababan de convertirse en reliquias, tomó el ascensor. Al llegar al descansillo, la puerta fue casi arrancada por la fuerza del cariño y el torero se fundió en un largo e intenso abrazo con su madre. Su padre le besó con lágrimas en los ojos, sin poder articular palabra, vestido aún de monosabio. En la calle, decenas de personas seguían rompiéndose las manos aplaudiendo hasta que salió al balcón y saludó con más timidez que nunca, porque la emoción acababa de reivindicarse como secuestradora de su voluntad. Lloroso, se fue hasta la cocina y gritó un merecido: "¡Por fin, lo he conseguido!".

Antonio Chenel, Antoñete, acababa de ver cómo se hacía realidad su sueño: salir a hombros por la puerta de su casa, de la Monumental-madrileña. Sólo dos días antes sufrió desde la impotencia por no haber podido hacer nada en su confirmación de alternativa, pero ese 15 de m ayo del 53, día del Santo, puso las cosas en su sitio. Compartiendo cartel con Rafael Ortega y El Ranchero, la responsabilidad y el orgullo se apoderaron de su corazón y pronto dejó constancia de que era su día con un arriesgado pero, como siempre, artístico quite de frente por detrás al segundo toro de Fermín Bohórquez.

Salió el tercero, noble, franco, hambriento de muleta..., ideal para demostrar sin ningún género de dudas que su mano izquierda era mágica. Con una preciosista facilidad, le embarcó una y otra vez, ligó sin dificultad series y más series de naturales, de derechazos, de adornos... Hasta cuajar una gran faena premiada con dos orejas que él utilizó como sofisticadas herramientas quirúrgicas con las que se arrancó la espina que su plaza le había incrustado en lo más delicado de su alma.

Parecía que estaba todo hecho cuando apareció por la puerta de toriles un enorme animal de fiera estampa y enorme arboladura llamado Empresario. Olvidada la presión, se relajó como tantas y tantas tardes en las que dibujó imaginarias faenas sobre aquel albero que alfombraba el patio de su casa. Antoñete no reparó siquiera en la pujanza de su enemigo, en su salvaje y violento acometer, y sin pensárselo se fue a los medios a trazar una faena honda, suave, rítmica, mandona, de inmejorable calidad, con la que entusiasmó al respetable. Mientras, él, absorto y embrujado, no atendía más que a sus impulsos sin darse cuenta de que en realidad estaba toreando para sí mismo con insuperable exquisitez. Pinchazo, estocada, dos descabellos... una oreja.

Entrada la madrugada, después de festejar el triunfo con toda la familia en una afamada casa de comidas de la madrileña Cuesta de las Perdices, Antoñete recordaba en su cama cada instante de aquella seductora y merecida conquista. Poco antes de que llegara el sueño sonrió satisfecho dejándose llevar por la sensación de que ya estaba todo hecho. A la mañana siguiente, nada más despertar, fue plenamente consciente de que, en realidad, estaba empezando todo.

Javier Manzano es periodista.

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