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Los cambios en la sociedad española

El psicólogo norteamericano Havelock Ellis nos describe en El alma de España. Más tarde, el profesor español Eloy Luis André nos pinta en su obra Españolismo: ética española. Después, Waldo Franck, con su obra España virgen. Para terminar con Salvador de Madariaga en Ingleses, franceses y españoles. Pero, poco después, entran en liza dos historiadores: Américo Castro, desde la filología y la literatura, y Sánchez Albornoz, desde la documentación histórica descubierta por él.Pero tenemos otro camino más actual para conocernos hoy: la sociología, a través de las encuestas, de González Anleo, González Blasco, Orizo y Amando de Miguel.

¿Y qué se puede deducir de ello? Que se ha dado un significativo cambio en la sociedad española, así como en lo ético y en lo religioso.

En la sociedad han incidido de modo decisivo varios factores importantes. El paso de la dictadura franquista a la incipiente democracia, que, sea lo que sea, todavía no ha adquirido el tono de otros países democráticos, a pesar del evidente vuelco que este cambio ha supuesto. Pero la desilusión, al esperar que la transformación sería más en consonancia con unos nuevos ideales y más visible para todos, es nuestro estado de ánimo paralizante y con rasgos de pasotismo, porque lo realizado todavía no ha llegado a las altas cotas de lo esperado.

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La pesada losa intolerante del nacionalcatolicismo ha caído, después del ensayo de apertura que fue el refrescante Concilio Vaticano II. Pero no todo son parabienes, porque las costumbres de antaño pesan sobre quienes dirigen la Iglesia, aquí y en Roma.

La sociedad se ha secularizado, poniendo en su sitio la independencia de lo terreno, libre de las ataduras eclesiásticas. Y el Estado se ha hecho, con asentimiento de todos, aconfesional, laicizando nuestra política, que ha empezado a pensar de tejas abajo sin la presión de arriba.

La moral pacata y grandemente hipócrita de los años anteriores se ha venido abajo porque no era producto de una convicción, sino de una coacción. Sin embargo, el resultado no ha sido satisfactorio del todo, porque no hemos tenido tiempo de desarrollar una verdadera ética cívica para todos, y nos hemos disgregado en gran medida. Resultado: una moral hedonista, en la que sólo se pide como norte "lo que apetece", a corto plazo y caiga quien caiga. Y es bastante general en política el pragmatismo oportunista, desarrollando "un hombre sin énfasis", como vislumbró Nietzsche.

El descrédito de las instituciones es creciente. Lo vemos claramente porque los profesionales menos valorados por los españoles son los sacerdotes, las monjas, los funcionarios públicos y los políticos (Iglesia, Estado, política). Y la familia ha entrado en una crisis acelerada, como vemos con la ruptura de matrimonios por motivos puramente egoístas, y el descenso vertiginoso de la natalidad en pocos años, llegando a la cota más baja del mundo. El haber fomentado tozudamente nuestra Iglesia una familia obsoleta ha contribuido decisivamente a ello, y se ha cumplido entre nosotros la ley del péndulo.

El panorama religioso español queda descrito con la observación del arzobispo de Tarragona, Ramón Torrella: "La España católica no existe", y el obispo de Mallorca atribuyó en buena parte la descristianización a la "responsabilidad" de los obispos.

Si en 1970 había únicamente un 2% de declarados no creyentes, hoy estamos en el 26%. Y los católicos apenas son practicantes constantes, disintiendo el 73% de la autoridad infalible del Papa. Y sólo una cuarta parte cree en el infierno, a pesar de haber sido educados en la pastoral del miedo. Esa misma proporción de gente admite la reencarnación, que viene vía Oriente; una novedad en nuestra historia y en nuestro pensamiento.

La moral no ha cambiado menos. Después de habernos dicho la Iglesia que el placer era pecaminoso, ahora sólo pensamos en sacarle el mayor jugo; y el 65% de los españoles no cree en el pecado, pensando, más de la mitad, que el mal no es producto personal de una decisión, sino resultado de las estructuras injustas y no del alejamiento de Dios, que lo ve como la causa nada más que el 10%.

Nuestras convicciones morales no han aprendido a desprenderse del verbalismo. Ya Salvador de Madariaga señalaba que era característica nuestra la rigidez al juzgar a los demás, y la condescencia con nosotros mismos. Por eso se ha hablado de la "fonetización de los valores", porque esgrimimos "palabras bandera" (libertad, paz, justicia, democracia, respeto ecológico), pero no las asumimos en la práctica.

Nuestros obispos se preocupan ahora de que los españoles identificamos legalidad con moralidad, diciendo ancha es Castilla cuando algo no está prohibido por la ley; y, cuando algo nos afecta, lo único que queremos hacer es endurecer las leyes, o multiplicarlas inflacionariamente, olvidando el consejo de Lao Tse: "Cuantas más leyes, más ladrones"; y el de Confucio: "Cuando un gobernante procede bien, poseerá influencia sobre la gente sin dar órdenes". Pero olvidan nuestros dirigentes espirituales que ellos tienen la culpa, pues nos acostumbramos a ello con Franco, teniendo a timbre de gloria que aquellas leyes asumieran las normas morales del catolicismo conservador.

Y nada más falso que aquello que Amando de Miguel llama "la moral del bandolero", de quien hace limosnas con una parte de lo que defraudó, enriqueciéndose injustamente. La juventud, a pesar de las críticas exageradas de los mayores, prefiere ser inteligente más que rica, en la proporción de tres a uno; pero desconfía del futuro porque cree que aumentará la competencia inhumana y vencerá la falta de honradez y el tráfico de influencias. El nivel de cultura no va hacia adelante, ni en ellos ni en los mayores; sólo 18 españoles de cada 100 compran más de 15 libros al año, aunque somos una potencia mundial editando un número de libros que no se leen (estamos al mismo nivel que la culta Francia). Y de lectura de periódicos estamos en Europa a la cola, muy por debajo de Irlanda. La familia renovada les parece un factor positivo a los jóvenes; y el 85% es partidario de la monogamia, pero sin hacer aspavientos a la posibilidad del divorcio. La amistad y el amor son valores máximos para ellos, junto con la libertad.

Ésa es parte de nuestro panorama de sombras y luces. Y de él depende el futuro vacilante de nuestras elecciones.

Enrique Miret Magdalena es teólogo.

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