El culo de los ejércitos
En mi época, algunos que no lo eran se hacían el marica. En mi época militar, quiero decir. Recuerdo varias escenas de comedia y una tragicómica de los días en que había que ir a tallarse. Hacerse cortes superficiales en la muñeca o hacerse más teatralmente el loco era pasto común: pocas veces tragaba el coronel de sanidad. Un conocido de vista llegó más lejos de lo recomendable con la cuchilla, luciendo meses después -al hacer la instrucción en el campamento- un jeroglífico de cicatrices en el antebrazo al modo tribal centroafricano. Otro caló más hondo: casi desangrado le llevaron sus parientes al hospital más a mano en la urgencia, que resultó ser el militar. Allí pasó la noche ingresado el mozo y a la mañana siguiente sólo tuvo que cruzar unos patios para someterse a la toma de medidas que le hacían hombre del ejército.Un atrevido decidió que la automutilación, aparte de peligrosa, era una treta poco convincente, y ya trillada en las vías de- escape a la mili. Aunque tenía varios amigos homosexuales, todos emboscados en las milicias universitarias, él, que no lo era, estudió para representar bien el papel. Hizo ante el espejo imitaciones de cierto peluquero amanerado, y acudió la noche previa a la primera cita con los ejércitos a una discoteca gay -a la sazón llamadas "clubs de ambiente"- para refrescar en caliente la pluma de los más obvios. La gran sorpresa fue encontrarse en la pista de baile a un pomposo compañero de Políticas del que no sospechaba esa inclinación. Éste, aturullado, le dijo: "Por puro interés sociológico he venido a dar aquí". Mi amigo el atrevido, que ya iba por su cuarto cubalibre, le respondió, volteando la muñeca con florituras: "Pues yo vengo a tomar. De momento he empezado con las copas...".
No tuvo suerte. Los contoneos de su entrada en las dependencias del gobierno militar le ganaron silbidos de admiración burlona, pero el oficial quiso enseñarle el más amenazante significado de la palabra "castrense", y mi amigo, humillado en cueros ante los demás muchachos, cumplió un servicio duro y largo en un batallón de castigo. Al saberse este caso en los ambientes universitarios las ganas de eludir los deberes patrios con la muestra exagerada de esa aberración decrecieron, aunque hubo éxitos. Un afeminado genuino de La Rioja que se limitó a ser él mismo no sólo quedó exento sino que inició poco después una relación estable con el sargento que le había tallado. Y un poeta de mi cuerda dispuesto a hacer alarde de todos sus vicios -que incluían desvíos entonces sólo conocidos en revistas especializadas- no lo necesitó: el doctor militar le encontró en la mente "nubarrones psicológicos" aún más perniciosos para el ejército.
Aunque el fingimiento de sus formas de ser siga siendo, por desgracia, una exigencia social para gran número de homosexuales de todo el mundo, el poso cómico de situaciones dramáticas viene a la cabeza al leer en estos tiempos de aparente permisividad el barullo montado en el ejército norteamericano (aún vigente en los medios de opinión de aquel país) por la intención del presidente Clinton de permitir la presencia de gays en sus filas. Dejemos a un lado el hecho, sabido desde los tiempos griegos, de que el militarismo y otros ismos de la más rampante virilidad como el culturismo o el atletismo son viveros naturales de homosexualidad muchas veces, pero desde luego no siempre latente o suprimida. En esas tres congregaciones, la admiración y cultivo maniático del cuerpo, el imperio de la fuerza, la exclusión femenina del núcleo de la fratría y un ciego y sexista acatamiento al rango y la superioridad fomentan modos primitivos de homoerotismo, a menudo de matiz sádico; pese a lo cual las tres, pero en nuestro país sobre todo el ejército, aún pasan por ser un estrecho y limpio "reducto varonil".
Decir reducto viene al caso, aunque también podría aquí ponerse la palabra conducto. Hemos leído, así, que ya circulan chascarrillos relativos a la propuesta presidencial, entre los cuales Antonio Caño, en este periódico, destacaba el referido a los considerables refuerzos que el ejército yanqui iba a tener que adoptar en la vigilancia de su retaguardia. El chiste tiene gracia. Todos los chistes de mili tienen gracia, y quien no haya contado alguna vez un chiste de la mili es ridículo; yo podría repetir ahora mismo cuatro o cinco estupendos que oí en mis noches de imaginaria del Aire. Éstos de hoy tienen todo el aire de ser chistes de la oficialidad. Los míos, claro, eran de tropa: una manera fácil e impune de burlarse del diablo.
Ante el dilema de Clinton -que está lejos de haber sido resuelto: las últimas noticias hablan de un aplazamiento de la decisión final hasta julio- caben dos actitudes. Como civilizados y liberales que somos, defensores de todos los derechos de las minorías, aplaudir la "valentía" de Clinton es lo propio. Aquello que equipare a las mujeres con los hombres, a los negros con los blancos, a los homosexuales con los heterosexuales, tendría que ser -así lo dice la conciencia- indiscutible. En los primeros años setenta, por ejemplo, un flamígero reverendo llamado Troy Perry hizo furor en los ambientes cristiano-gays de América del Norte defendiendo (con giras, conferencias y un libro titulado El Señor es mi pastor y Él sabe que soy marica) la opción de los homosexuales de contraer matrimonio entre sí. En los veinte años pasados se ha visto la ceremonia varias veces, recogida por los periódicos en la página de sorteos, natalicios y otras curiosidades: dos varones, habitualmente con foulard y bigotes, cambiándose anillos y besándose ante una concurrencia de madres consentidoras y correligionarios. El derecho de cualquier ser humano a hacer por voluntad propia aquello a lo que su semejante tenga legalmente acceso es de defender, por mucho que el mimetismo de lo meramente institucional nos pueda parecer un rasgo superficial y huero de libertad.
Pero hay una segunda posi ción posible. ¿Hace bien el ejército americano en cerrar su retaguardia? Yo proclamo que sí. En esta ocasión no sirven bromas, como cuando yo y mis conmilitones hacíamos chistes de chusqueros en la garita de las guardias. El ejército -y más si es el único que hoy tiene en práctica la misión de "salvaguardar el equilibrio del mundo"- debe marcar sus límites, señalando que todo lo que contamine su raíz es dañino: una raíz que la historia ha nutrido de atropellos masivos, muertes sin justificar, obediencia ciega, cabalgatas marciales y un sostenimiento a la fuerza de las obstrusas nociones de patria, disciplina, dios y rey. Una raíz, por tanto, reñida con la humanidad frágil, desordenada, inestable, solidaria y fundamentalmente descreída de un colectivo como el homosexual, cuyas manifestaciones naturales no se basan en precedentes de autoridad o mandamiento moral ni buscan la exclusiva de la razón sino -sólo- cierta felici-
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