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Niños, padres, juguetes, monstruos

¿Acabarán los videojuegos con la frescura y la creatividad de los niños? Las situaciones humanas son tan variables que los diseños experimentales que permitirían evaluar con algún rigor los efectos sobre la conducta de los niños de ciertas cosas (la violencia en televisión, los videojuegos, el ordenador) tienen las limitaciones derivadas de la complejidad analítica que definen las infinitas variables intervinientes en estos procesos. A pesar de todo, este tipo de estudios tienen su interés para un lugar y un tiempo dados, permiten atajar ciertos excesos, y algunos de ellos tienden incluso a mostrar reiteradas tendencias universales en la conducta humana, de tal modo que en algunos terrenos se reduce la imprevisibilidad de nuestros actos y aparecen ante el observador unos individuos (nosotros) con un repertorio reducido de respuestas a determinadas situaciones: somos más sencillos de lo que a veces creemos en nuestros privados delirios de omnipotencia, pero mucho más complejos de lo que cabría deducir de nuestras ingenuas y públicas opiniones sobre nosotros mismos como víctimas de algo, ya sean los medios de comunicación, la presión de nuestros parientes y amigos, la violencia, la televisión, los videojuegos, el ambiente ("el ambiente me hizo así", dijo la niña a su madre ante una regañina de ésta) o cualquier otra cosa. Muchas de estas opiniones negativas sobre la incapacidad de las personas frente a sus circunstancias y la incapacidad del género humano en general ante su propia historia tienen que ver con esa imagen tan difundida entre nosotros de un hombre contemporáneo grotesco, cargado de objetos innecesarios, atontado por la televisión, estresado y solo, supuesto producto típico de nuestro mundo.Pero el problema podría ser otro, más arduo de aceptar que ese dibujo autoexculpatorio y tranquilizador que proyecta en los objetos del mundo la culpa de la inquietud presente.

La panoplia infantil y juvenil de ordenadores, videojuegos, violencia y sexo en televisión sí muestra algo bien avalado por investigaciones diversas que concluyen en el mismo lugar inquietante: los efectos negativos de algunas de estas cosas en ciertos individuos se producen en ausencia de un inteligente seguimiento paterno de esos niños y jóvenes (afecto, atención, diálogo), o por la deficiencia de la estructura familiar y aun del medio social, de tal manera que, en situación normal de relación familiar sin que existan graves problemas ni en el sistema familiar ni en el medio social, la influencia de esas cosas tendería a ser irrelevante, cuando no positiva.

Podría decirse que el mal no está en los objetos, sino en nuestras propias deficiencias, pero la corrección de las situaciones se intenta hacer contra los objetos y no contra nuestras propias deficiencias: es más eficaz a corto plazo que un padre que vive muy alejado de su hijo culpe al ordenador o a la consola de videojuegos de algunos problemas de su hijo. Éste es el mecanismo habitual de elusión de la realidad que usan los padres, y es también el mecanismo que propicia en la vida política decisiones de prohibición, restrictivas y autoritarias, frente a soluciones más autocríticas y racionales: el mal siempre está fuera. El viejo sentimiento de culpa de tipo religioso (el mal siempre está dentro) cumple otras funciones de menor cuantía y de índole íntima que no es preciso evocar ahora. Esta dualidad de la culpa que, por una parte, como culpa interior, nos pone a bien con Dios en temas francamente intrascendentes (tras el preceptivo arrepentimiento) y, por otra, como culpa exterior, nos disculpa huyendo hacia afuera cuando nuestras responsabilidades están de verdad en juego (o en videojuego), esta dualidad funcional de la culpa, decía, es uno de los fundamentos del perverso mecanismo de devaluación del individuo como auténtico sujeto relativamente dueño de sus actos: ante Dios (cualquier Dios, laico o trascendente) siempre somos culpables; ante los hombres y las cosas, siempre somos inocentes. Son trucos antiguos y acreditados que todos compartimos y que nos evitan graves sofocos: acabar con un problema es una operación exterior al individuo por la que nos liberamos, matando al mensajero, de nuestras peores autoevidencias.

Toda esta serie de cuestiones negativas que emergen al albur de las nuevas tecnologías del ocio o del trabajo, o esas nuevas imágenes en la televisión, u otras novedades inquietantes de varios contenidos, tienen la virtud de hacer más transparentes las deficiencias enormes de algunos sistemas tradicionales de control social, como la familia, sobre cuyas carencias (desafectos de toda especie) ejercen su acción las negatividades de lo nuevo, acrecentando los problemas ya existentes en los niños y jóvenes antes de la llegada del nuevo instrumental satánico: aquel pater familias cuya ejemplar (aunque distante) dedicación a los hijos se veía negativamente compensada por sus excesos en el control de la conducta de esos vástagos apenas pervive como anécdota, sin que se acabe de ver una reorganización de la familia sobre bases nuevas que permitan tanto el afecto y la atención como un control inteligente. Sobre este vacío creado en el lugar sagrado de la familia, allí donde antes había la pura autoridad del padre y el calor de un afecto egoísta condicionado a la obediencia (reducto de tantas patologías y horrores privados, de tantos monstruos vivientes), en ese vacío florece el desafecto y la inseguridad del niño, sobre la que actúa negativamente cualquier estímulo externo, desde el fútbol a los videojuegos, desde la religión a la política; un vacío que se llena de fanáticos enganchados a cualquier cosa: rezadores, jugadores, agresores. O enganchados a sí mismos, en la soledad de los pisos urbanos, conventos del nuevo desorden amoroso de una sociedad que ha salido de la cómoda pesadilla medieval y comunal sin haber aprendido aún a disfrutar de la larga libertad individual de este mundo fragmentado, diverso y confuso, que es el nuestro.

No es extraño que sobre estos fundamentos emergan monstruos de diverso estilo vital, de guante blanco o de guante negro, residuos de un tiempo que se va sin acabar de irse y de un tiempo que llega sin acabar de llegar. En esta larga transición ha transcurrido y va transcurriendo lo que algunos llamaron modernidad, especie de medioevo trufado de máquinas electrónicas y de libertades inaceptables para quienes nos agarramos, todos nosotros, a la antigua sociedad sombría y dulcemente salvaje que aún nos acosa en la memoria colectiva. No es impensable un retroceso. Si a las deficiencias sociales y psíquicas se suman procesos económicos regresivos, la sombra de un universo feudal, autoritario y fuertemente cohesionado por alguna sólida creencia colectiva está ahí. Y el decirlo es el mejor medio de empezar a equivocarse, como profecía que se niega a sí misma en el horror que nos causa su mismo enunciado y sus evitables consecuencias.

En los videojuegos se lucha con monstruos poderosos y repugnantes que acaban por ser vencidos por un niño pleno de optimismo vital y orgullo de sí mismo. Cientos de miles de niños y adolescentes están rescatando a las princesas de malvados sin cuento, y ensayan así, simbólicamente, la dura estrategia de su futuro incierto. Que esa determinación y esa fe de estos jóvenes y de estos niños videojugadores en los duros combates contra el mal sea el anuncio de la definitiva victoria sobre el coro tosco y cutre de feudales nostálgicos en que nos hemos convertido los adultos del fin de siglo, penúltimos restos de un tiempo deplorable. "El siglo se ha despedido impetuosamente / y lo nuevo se inaugura con una catástrofe", son versos de Schiller en la frontera del XVIII y el XIX. Y aún no había visto nada.

Fermín Bouza es sociólogo.

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