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Por 'progre'

Cuentan que en Castellón un muchacho ha matado a otro después de un intercambio de palabras. Una de ellas era nazi, la otra era progre. El que llamaban progre ha acabado muerto, por si conviene aclararlo. La pervivencia del término nazi como insulto no sorprende: todos los días, desde el Atlántico hasta los Urales, hay algunos motivos para utilizarlo. Por el contrario, desconocía que alguien pudiera morir en nuestro tiempo por ser un progre, que la palabra, curiosamente empecinada, hubiera atravesado los diversos ocasos posmodernos. Hace 15 o 20 años el progre era un ser más bien taciturno, capilarmente exuberante, que llevaba macuto en bandolera y doblaba las esquinas como quien acaba de salvar la piel. Progre, parece obvio, venía de progresista: se trataba de alguien convencido -excesivamente convencido-, de que todos los minutos de su tiempo estaban destinados a labrar la felicidad propia y ajena. Este convencimiento acabó por perderle: la imposición del paraíso se tradujo en imposición y el paraí so todavía aguarda como bien recuerdan a cada espasmo los críticos de la razón tardía.El último progre que tuve ocasión de tratar, un conocido, dejó el oficio una tarde mustia de primavera mientras en el tocadiscos supuraba la rítmica sugerencia de Brassens: "Mourir per des idees, d'accord, mais de mort lente". La canción era mucho más vieja que el compromiso con las ideas de mi conocido, pero aquí todo llegó tarde. La extinción del progre generó, como sucedió con los mamuts o los dinosaurios, una vasta -muy basta- literatura crepuscular que todavía ha de dar sus mejores frutos. Estábamos en pleno crepúsculo cuando se supo lo de Castellón: alguien que muere poco después de que le llamen progre. El destello de la muerte deja ver la vida. Pasa con los hombres y ahora con esa palabra tierna y oxidada, aún capaz, sin embargo, de convocar la muerte.

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