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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Mal estreno

EL GOBIERNO de centro-derecha se ha estrenado en la calle con mal pie: en los mismos días en que Balladur leía en la Asamblea su programa de gobierno y anunciaba la vigorización del Estado republicano, tres jóvenes morían a manos de la policía. Por un instante planeó sobre el país vecino el recuerdo de los disturbios de mayo de 1968 y pareció inminente el desencadenamiento de una ola de histeria.Charles Pasqua, nuevo ministro del Interior, inauguraba el puesto con su proverbial falta de tacto: enviaba al director general de la Policía un mensaje de apoyo que constituía un subliminal recordatorio de las virtudes de ley y el orden; los franceses, afirmaba, quieren seguridad y están hartos de que se atente a diario contra su paz y tranquilidad. No sería justo deducir una relación directa de causa a efecto entre estas recomendaciones de Pasqua y la violencia con que la policía se puso a actuar casi simultáneamente. Pero no es desdeñable su efecto sobre un colectivo desmoralizado y desprestigiado.

No cabe despachar la violencia con simples acusaciones de autoritarismo reaccionario. Es evidente, por una parte, que el propio Pasqua reaccionó contra los desmanes policiales prometiendo ser "implacable" con sus autores; también lo es que su llamamiento al orden, su presentación de excusas a las familias de los fallecidos, así como la moderación de las organizaciones ciudadanas de protesta, han contribuido a limitar en las últimas horas los desórdenes callejeros.

La cuestión es mucho más profunda, y es una de las asignaturas pendientes de los socialistas. No se trata ya de que una ola de racismo ligada a la inmigración masiva esté afectando últimamente a nuestro continente; las tres víctimas mortales de la pasada semana eran, es cierto, inmigrantes, y en ese sentido, podría extrapolarse su tragedia a otras muchas de Europa. Pero este problema es francés. El principio del verano de 1991 fue particularmente duro en los arrabales de las grandes urbes galas: pobreza, racismo, falta de encaje ocupacional para los jóvenes, brutalidad policial, incomprensión mutua, desconfianza, fueron entonces algunas de las razones que explicaban un rebrote de violencia que entonces causó tres muertos.

Los términos son aplicables a la situación actual, en la que el incremento de la xenofobia (y el escalofriante dato de la popularidad del Frente Nacional de Le Pen) es un síntoma inquietante, pero nada más que un síntoma. Puede que hoy sea posible invocar la excusa de una reaccionaria permisividad a priori con los desmanes de la policía para explicar un ansia de la ciudadanía porque se le garantice la ley y el orden. Pero ello no sirve para explicar la causa profunda de su desasosiego. El presidente Mitterrand dijo en junio de 1991 que era importante que "los jóvenes no se sientan objeto de sospecha permanente" y que "las fuerzas del orden deben ser encargadas, no ya de reprimir, sino de comprender". Desde que pronunciara esas palabras, sin embargo, no se ha hecho gran cosa para hacer frente a un problema hoy agravado por su dimensión europea. Las muertes de estos días son cruel recordatorio de una misión inacabada.

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