El festín de los miserables
Decenas de personas 'hacen la compra' en los contenedores de los grandes almacenes
Si cada madrileño produce un kilo de basura al día, en las calles hay tres millones de kilos disponibles cada noche. Pero nada más rico para los indigentes que los tripudos contenedores de unos grandes almacenes, donde conviven chaquetas de traje, escarolas francesas con un día de caducidad y almejas mecidas en hielo. Cada noche, el señor Manolo se pone los guantes de esquiar -quizá comprados también en la basura- y bucea en los cubos de El Corte Inglés de Preciados. La señora María es todavía más incansable. Y los polacos, feroces. Es el festín de los miserables.
Un jueves de principios de mes no fue buen día para hacer la compra en las basuras de El Corte Inglés del corazón de la ciudad. "Claro, estamos a primeros y la gente ha cobrado", observa una mujer de habla exquisita y mugrientas zapatillas deportivas, moviendo su cabeza canosa, y es que no hay nada de fruta".Todos buscan la fruta: el seflor Manolo y su compañero, un hombre de fuerte pelambrera gris sin brillo, vestido con traje; también la gorda mujerona del delantal a cuadros y las grandes gafas, la más insaciable.
Todos bucean entre las bolsas negras para alcanzar naranjas pringosas o manzanas sin muchos moratones. Es la fruta que acaba de abandonar las limpias estanterías del supermercado y que está fea, pero aún es comestible. Ahora se mezcla con el café filtrado -todavía huele bien- que han servido, en cientos de tazas, en la séptima planta.
Pasadas las diez de la noche, una hora después de que El Corte Inglés cierre sus puertas, 15 contenedores, uno a uno, salen a la calle de Tetuán. Allí están esperando los habituales; sobre todo, el señor Manolo. En los últimos tiempos va más equipado: lleva un carrito de los de transportar maletas con una caja sujeta con tiras elásticas.
El señor Manolo se queja, se queja siempre: que si ahora está fastidiado y toma unas pastillas para orinar; que sí, que habrá crisis, pero que ni siquiera se encuentran bolsas por la calle; que si no sabe qué hacer con el recipiente de plástico que está limpiando, que, por cierto, ¿cómo se cerrará?
Pero también habla de su casa; luego la tiene. Su inseparable amigo es más callado y se sienta junto a una puerta con el cierre echado; y la señora María, la gorda, siempre hostil, que es como una máquina de bucear y que no duda un minuto en hundir su mano enrojecida entre las fresas aplastadas del fondo de una cesta o entre las tripas del pescado.
Luego están los polacos, que son los más voraces. Es una pandilla de rubios que suelen parar por los bancos de la plaza de las Descalzas. "Se tiraban la comida entre ellos", se quejaba aquel jueves la mujer del cabello gris, obsesionada, para no envenenarse, con coger sólo fruta y esas hermosas bolsas de escarola francesa -con fecha de caducidad del día anterior- que ella y la chica que está en paro -en realidad, una periodista- han encontrado en uno de los barrigudos contenedores grises.
El cura que acude a los contenedores de El Corte Inglés es uno de los personajes más enigmáticos. Ofrece a los demás un pastelillo que el señor Manolo ha rescatado de una bolsa de fauces negras antes de engullirlo. Al fondo se oye la voz del señor Manolo: "Por qué le tienes que dar tú nada a nadie, si yo te lo doy a ti, desgraciao?".
"Si todo es de todos. Hay que abolir la propiedad privada", dice el cura, que no duda en tragar con avidez un trozo pringoso de mantequilla. "Mmm, qué rica está. Somos hermanos, ¿no?".
El cura rechaza tres chaquetas de hombre un poco mojadas por el hielo del pescado. "Ropa tenemos". "¿Tenernos ... ?", repite la periodista, vestida con tejanos y un jersey grande. "¿Tiene usted un hogar?". "Algo así", responde el cura; "estoy tratando de aclararme la vida".
Parece estar ahora más preocupado por endilgar un trozo mohoso de queso que ofrece a la nueva y los malditos pastelillos. Al fondo, la vagabunda ha hecho un descubrimiento que la excita: dentro de una inmensa bolsa negra humea aún un cocido entero, con trozos enormes de morcillo, puerros y cebollas. "No puede ser; es injusto que nosotros estemos aquí y tiren esto". El cocido huele bien. El cura acude y manosea la carne.
Caldo de coliflor
El día anterior, un polaco cedía generosamente a la periodista sus descubrimientos: una cebolla pelada, un trozo de coliflor -"caldo, caldo", decía- y hasta una bandeja de congrio sin caducar. Es enjuto, moreno y con bigote. Los demás son rubios: un chaval que observa con avidez y al tiempo con la mirada cenagosa por el alcohol; otro alto, con gorra de béisbol, y que le pide, por señas, papel higiénico al señor Manolo."Sí, amigo, papel para el servicio, ahora mismo". Y el señor Manolo dobla el espinazo ante su carretilla mágica y saca el papel higiénico.
El alto es el más fanfarrón y el que vocifera. Da miedo. "Estos polacos, no buenos. Alcohol", acierta a decir un cuarentón rubio de Cracovia, con un trozo de lacón. Se llama Andrés, tiene una hija de siete años en Polonia y dice que hace portes en Fuenlabrada.
A la vuelta de la esquina, los turistas japoneses llevan bolsas de Loewe por la calle del Arenal entre montañas de basura -había huelga aquella semana-, y El Corte Inglés sigue tragando vídeos que salen de un camión y que entran por la misma puerta por la que desfilaron los cubos de la basura.
Los operarios miran a su público diario sin verles. Una misteriosa mujer de pelo ralo y pajizo, con vaqueros grises, da vueltas entre los contenedores y su mano coge rítmicamente palomitas de una bolsa. Se para, hundela nariz dentro de un cubo y sigue su camino, masticando.
Por los desechos del consumo han pasado muchos: la mujer entrada en años, con familia, que vive en la glorieta de Bilbao y que hace acopio de lechugas envueltas en celofán.
Aquel jueves se pudo conseguir un melón francés, una bandeja de espárragos trigueros, media docena de manzanas con algún que otro golpe y una caja de macarrones abierta por una esquina. Aquel día, los polacos estaban tranquilos y se fueron a comer una caja de fresones apoyados en los escaparates; junto a perfumes de a 7.000 pesetas.
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