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Caminos de supervivencia

Siempre que escribo que el teatro agoniza sé que estoy diciendo algo más bien incierto. El teatro se transforma, evoluciona como las especies: del círculo en la arena a la imagen narrativa, dramática, de hoy, todo son adiciones de técnicas y de sistemas. El teatro es contar una historia de forma que se haga visible; es una reconstrucción de la vida, o de cualquiera de las vidas que tenemos o podemos tener: real, natural, soñada, presentida, colectiva, individual; con miedo o con gozo o con esperanza. Es la literatura: el teatro fue la literatura de antes de la imprenta, y de antes de que grandes fragmentos de la humanidad accedieran a la difusión de la escritura, y esa adición técnica, al mismo tiempo que le dañó en sus apariciones de plaza, campo y corte, y le fue convirtiendo en un lujo, sirvió para conservarlo con la mayor pureza posible y transmitirlo a las generaciones siguientes.Sé que digo algo incierto, o incompleto, porque creo, y no sé si muchos me siguen, que ha traspasado al cine y a la televisión, y hace tan poco tiempo de esto que son las mismas personas las que lo hacen, lo escriben y lo representan. Otras son nuevas y aportan ya su imaginación y su traducción de la vida -simbólica, natural, surreal...- gracias a una tradición de teatro y de literatura dispuesta a ser representada y a ser un ejemplo espejeante (bueno, malo, inverso, negro, deslumbrante, opaco; deformante) de algo que se necesita para madurar, aprender, rectificar: quizá odiar o amar.

Pero sé que digo algo concreto cuando me refiero a la artesanía, a la obra hecha a mano -a cuerpo limpio, disfrazado, pintado, vestido-; con sus propias limitaciones de espacio real y de personas reales para las que se han ido inventando las leyes de la teatralidad, que hoy ya no son enteramente necesarias. Estamos dejando de saberlo ver, porque nuestra sintaxis de espectadores se ha ido haciendo con las nuevas reglas, y las otras se rompen -tiempo, lugar, acción- porque ya no hay unidades, sino extensiones o prolongaciones.

El tiempo nos apremia como medida nuestra, interna: queremos huir de la retórica lenta, de las morosidades, y el teatro arte sano tiene torpeza para hacerlo así. Le cargan -directores, escenógrafos, sonidistas, modistas, luminotécnicos- de sus propias técnicas, y no aciertan a darle el ritmo. Su economía, su angustia, lo han ido reduciendo de tamaño: las obras son más cortas, el juego de los actos ha ido desapareciendo y ya no hay descansos (no tiene vida social); los decorados se acumulan en uno solo para no perder tiempo en los cambios; y los personajes cada vez son menos, y hasta en las obras clásicas de textos de oro se van eliminando personas, escenas, versos, para coincidir con nuestra impaciencia. La artesanía ha salido perdiendo en todos los órdenes, menos en el artístico: el objeto artesano se palpa; esa imperfección la hace única. El teatro de artesanía tiene ese mérito, que puede ser el de su imperfección, que le hace más humano que los medios mecánicos, aunque ha habido directores que lo han querido mecanizar -actores como robots, pasos medidos, gestos exactos: la obsesión de fijar-, pero somos nosotros los que le hacemos malo al no admitir ya su retórica y su imperfección. Por esta vez, son los hijos los que estén devorando a Saturno.

En España: el teatro de artesanía se va conservando en los teatros especiales, nacionales, institucionales, a base de un dinero que el otro no puede pagar. Aun así, tiende a deformarse dentro de ellos, por la obsesión de que no sea museal cuando muchas veces no puede tener otro mérito para que acudamos a él, porque sus enseñanzas ya no funcionan como tales. Está sirviendo más para construir notas biográficas triunfales de sus creadores -funcionarios o trabajadores en el escenario- que para otras cosas. Puede ser ése el destino de una de sus líneas, quizá la más seca: como le pasa a la ópera o al ballet, que van siendo rememorativos, y que hoy tienen una importante alza de añoranza y una expectativa de renovación.

Otra de sus líneas se va tendiendo ya: la de los grupos que tienen más vocación que profesión, que sienten más esa artesanía que otra cosa. Están todavía en manos de circuitos estatales, dependen de subvenciones pobres, de circuitos difíciles. Quienes los forman alcanzan alguna vez la madurez escénica; otras no muestran más que destellos, ráfagas, algo que salpica de ese gran pasado y algo más que apunta hacia el futuro. Está, generalmente, sin terminar de hacer: pero se ve en él la busca de u retórica nueva. Si se libera de sus enemigos que tanto le ayudan, podrá salir adelante.

Influencias

Y podrá ser lo que los sucesores directos del teatro artesano, los medios de difusión del cine y la televisión no pueden ser, por su vocación de obras para masas -solitarias, de uno en uno, de familia en familia, o como sea; pero en cada país al mismo tiempo-, que no puede fijarse en las necesidades, angustias, meditaciones, culturas o idiomas y educaciones de los grupos menores: a estos grupos les influyen el cine y la televisión, y el teatro artesano del futuro debería ser, en cambio, influido por ellos.

Creo que esa vía de supervivencia del teatro se- está intentando ahora. La sociedad es mala para ello, en este momento: pero puede llegar a ser sensible y asumirlo. Así, entre un teatro monumental y rememorativo y otro pequeño para vivir el día y la época, podrá irse resolviendo este conjunto de problemas de algo que está en agonía. Mientras la sucesión del teatro por otras técnicas se desarrolla y va a evolucionar quién sabe por qué otros caminos.

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