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La encruzijada egipcia

El empuje de los extremistas musulmanes lleva al Gobierno de Mubarak a un callejón sin salida

Los atentados y enfrentamientos en Egipto, que han convertido este mes en el más violento de la década, han llevado al presidente Hosni Mubarak a admitir indirectamente un error de cálculo. El avance de los extremistas musulmanes, cuya manifestación más visible son los estragos en la industria turística, amén de los 42 ataúdes de la última semana, no es un fenómeno pasajero como él mismo lo había descrito más de una vez. Es una amenaza grave de la que nadie sabe cómo va a salir el Gobierno.Fue el propio Hosni Mubarak el que dio -tardíamente, según sus críticos- la señal de alarma. En un discurso pronunciado este pasado fin de semana en la Universidad de Al Azhar, el presidente habló por primera vez del peligro que esos jóvenes barbudos que actúan a lo largo del Nilo representan para la unidad nacional. "El terrorismo ha pasado del desviacionismo intelectual a cometer viles acciones criminales que matan a gente pacífica e inocente y asustan por igual a ciudadanos egipcios y visitantes. También está despedazando la unidad nacional, saboteando instituciones y atacando con balas y bombas incendiarias a los que protegen la seguridad nacional", dijo Mubarak. "Como resultado de ello, nuestra nación mantiene su posición entre los países en vías de desarrollo o, hablando más francamente, en el atraso", agregó.

Con esas palabras el rais estaba culpando a organizaciones como la Gamaá al Islamiya (Agrupación Islámica) y la Yihad (Guerra Santa) de ser la causa del estancamiento de una economía en espera de un verdadero milagro. Mubarak devolvió así las acusaciones de sus enemigos ultrarreligiosos, para quienes los gigantescos males de la nación de 58 millones de habitantes son fruto de la falta de fidelidad al islam, la rampante corrupción oficial y la ineptitud de un sistema vendido a Occidente.

Pérdidas turísticas

Las pérdidas en la industria turística, la principal fuente de divisas, que se calcula anualmente en más de 3.000 millones de dólares, van a repercutir dramáticamente en el programa de reformas económicas que exige el Fondo Monetario Internacional (FMI). Sin reformas, dice el FMI, la monumental pobreza de Egipto está destinada a convertirse en un callejón sin salida.

Los turistas no han dejado de venir, pero el índice de visitas extranjeras ha caído en un 50%. Su presencia en las pirámides de Giza, en los templos de Luxor o en las bellezas urbanas del casco viejo de El Cairo es mínima si se compara con la de los policías de uniforme negro y fusiles. La fachada del café Wadi el Nil, en la plaza Tahrir, dañada en un atentado reciente, así como el pavimento desgarrado del estacionamiento frente al Museo Nacional, donde hace poco más de una semana una bomba destruyó cinco autobuses de turismo, son recordatorios en El Cairo de la vulnerabilidad de los sistemas de seguridad.

En Asuán -donde la muerte de un policía provocó el cruento asalto de una mezquita de la Gamaá- o en Asiut -donde los soldados tomaron un bastión fundamentalista matando a 11 militantes-, el Gobierno ha dado muestras de firmeza. Pero ésta sólo ha arrancado juramentos de venganza. "Los ataques terroristas son los últimos estertores de esos fanáticos. Se impondrá la ley porque Mubarak no va a permitir más retos", dice un próspero industrial cairota en su mansión de Zamalek. En Fayum, un joven militante repite los eslóganes que han aparecido en casi todos los pueblos del Alto Egipto: "Vamos a seguir luchando hasta deshacemos del tirano. El islam vencerá".

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El dilema no es fácil. Si el Gobierno arremete con sostenido vigor contra los fundamentalistas, corre el riego de caer en un ciclo de acción-represión.

Fahmi Huwaidi, un intelectual prominente y partidario de la legalización de un partido islámico, ha escrito que más que nunca habría que hallar una válvula de escape.

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