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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Los nuevos retos

Mario Vargas Llosa

España, Portugal, Chile, son ejemplos de la vitalidad de la cultura democrática, casos felices de transición de la autocracia, solipsista y monocorde, al pluralismo del sistema representativo y del ensimismamiento de una economía semiasfixiada por el mercantilismo y el proteccionismo a la pujanza del mercado y la apertura al mundo. Dicha evolución tiene un alto coste, y estos países lo han pagado o lo están pagando, pero ellos muestran que dicho tránsito es posible -a condición de que haya al respecto un consenso entre las principales fuerza políticas- y que ése es el único camino hacia el progreso y la modernidad.Como muchos países de la órbita del desaparecido imperio soviético se muestran hoy incapaces de aquella mudanza, por falta de un acuerdo responsable entre sus dirigencias políticas, o porque la esterilización de la vida productiva, operada por décadas de colectivismo y estatismo, convierte en tarea ciclópea la forja de una sociedad civil, de economía libre, se elevan ahora voces agoreras que, en contraste con el optimismo que cundió en 1989, predicen el fracaso de la democratización del antiguo mundo comunista y el inicio en el Este de una era de despotismos autoritarios, conflictos étnicos, integrismo religioso, anarquía, guerras regionales y desplazamientos de poblaciones cuya onda expansiva -nueva invasión de tribus bárbaras que engulleron a la civilización romana- puede arrastrar al Occidente entero en una crisis de incalculables efectos.

Este pesimismo es tan arbitrario como el optimismo de quienes creían que la democracia florecería de inmediato, lozana y fragante, en los escombros del comunismo. La historia nunca ha avanzado en línea recta, siguiendo los pasos que señalan la racionalidad, el sentido común. Su trayectoria es laberíntica, impredecible, a veces elíptica, a veces rectilínea, en cámara lenta o a saltos. Pero, desde el punto de vista de aquella forma avanzada de humanización de las relaciones sociales que representa la democracia, no puede haber duda: en los últimos años, la historia ha progresado en vez de retroceder y -sin que esto signifique soslayar una sola de las tragedias colectivas que en ella se padecen- la realidad contemporánea es menos siniestra que en los años de la guerra fría, cuando merodeaba por el globo el espectro del apocalipsis nuclear.

El desplome de la Unión Soviética y el apresurado viraje hacia el capitalismo de China Popular han hecho desaparecer al más serio adversario que enfrentó la cultura de la libertad desde sus orígenes atenienses, y la han provisto de algo que nunca tuvo: legitimidad universal. La hecatombe de las ideologías totalitarias ha dejado sola en el escenario político mundial, reconocida por unos y otros, con entusiasmo o a regañadientes, como el único sistema capaz de hacer avanzar de manera simultánea la prosperidad y la justicia, y el mejor dotado para defender los derechos humanos, a la democracia, concebida a la manera occidental. Los regímenes fundamentalistas islámicos, con todos los riesgos que implican, sobre todo si llegan a tener armas atómicas, no son ni remotamente comparables al fascismo o al comunismo: no representan un desafío ideológico, una alternativa utópica capaz de seducir a los sectores frustrados o rebeldes de las sociedades abiertas. Su oscurantismo dogmático, totalmente incompatible con la tecnología y la ciencia modernas, los retrocede pronto, como se ha visto en Irán, a unos niveles de primitivismo y subdesarrollo que, desde una perspectiva internacional, les resta peligrosidad: sus infiernos son apenas aptos para achicharrar a sus propios ciudadanos.

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Lo cierto es que al sistema democrático hoy día nadie lo cuestiona, porque ha llegado a ser lo que Sartre dijo alguna vez que era el marxismo: "El insuperable horizonte de nuestro tiempo". Él se va extendiendo por el planeta, aun por regiones y países donde nunca asomó o fue sólo flor exótica. Pese a los traspiés, ha echado raíces en buena parte de las antes llamadas democracias populares, y, en algunas de ellas, como la flamante República Checa, Hungría y Polonia, la privatización de la economía y el régimen de libertades comienzan a revertir la caída en picada de la producción y de los niveles de vida. Más promisor es el caso de América Latina, donde, con las excepciones de Cuba, Haití y Perú, los regímenes civiles, nacidos de elecciones más o menos libres, se fortalecen, y las políticas de transferencia a la sociedad civil de las empresas públicas y de integración a los mercados mundiales van saneando las economías y consiguiendo, en casos como el de Chile, unos índices de crecimiento que el continente no había conocido en toda su historia. Nada más efectivo que este desarrollo en democracia para sepultar definitivamente en el desprestigio a las dictaduras militares y al violentismo revolucionario, los principales responsables del atraso de las sociedades latinoamericanas.

La democratización va también infiltrándose en aquellas ciudadelas autoritarias de Asia que querían combinar el mercado y la economía descentralizada con la autocracia política. En Corea del Sur, en Taiwan, en Singapur, vemos ahora -y sin duda lo veremos, en el futuro, en China Popular- que la libertad es de un solo signo y que los regímenes que pretenden confinarla en el campo del comercio y la industria, a la vez que la eliminan en el político, tarde o temprano deben hacer frente a una irresistible presión popular para que aquella autonomía y disponibilidad que se conceden a las empresas a la hora de producir, comprar y vender se reconozcan a los ciudadanos a la hora de pensar, expresarse, decidir su vida y elegir a quienes los gobiernan.

La desaparición de la hipoteca totalitaria debería permitir a las sociedades libres concentrarse en algo todavía más urgente que reducir sus gastos de armamento y sus ejércitos: perfeccionar el sistema democrático, corregir unas deficiencias que, si siguen desarrollándose, podrían anquilosarlo. Entre estas tarasproliferantes figura, en primer término, la corrupción, el tráfico de influencias, los negocios a la sombra del poder. Escándalos de esta índole han empañado con regularidad alarmante a casi todas las grandes democracias occidentales en los últimos anos, y, en algunas, como Italia, las últimas revelaciones muestran algo que ya es más que un tumor, una verdadera metástasis. Nada desmoraliza y desmoviliza tanto el espíritu cívico como la sospecha de que quienes han merecido la confianza popular pueden delinquir impunemente. Esta sospecha contamina a toda la clase política y genera apatía y cinismo, otros tantos antídotos contra la participación en la vida pública, sin la cual no hay democracia que lo sea de veras. El abstencionismo, que en algunas naciones llega a la mitad del electorado, es síntoma gravísimo de esta enfermedad.

Y otro serio problema es el creciente abismo entre los qué tienen mucho y los que tienen poco o nada en las sociedades libres del mundo. Esta desigualdad económica no es obstáculo para el consenso social sólo en periodos de abundancia, cuando la prosperidad se derrama hasta los estratos menos favorecidos y a todos garantiza una existencia decente. Pero, en tiempos de crisis como los presentes, cuando llega la hora de los sacrificios y éstos significan altos índices de desempleo., inseguridad frente al porvenir, aquellas diferencias en la distribución de la riqueza, que son corolario inevitable del mercado, generan rechazo, indignación y desafecto hacia el sistema, el que es percibido como intrínsecamente discriminatorio y generador de privilegios.

Éste es un problema de difícil solución, pues nace de aquellos valores contradictorios, como los llama Isaiah Berlin: la libertad y la igualdad, dos nobles aspiraciones humanas que, recónditamente, son alérgicas la una a la otra. Pero suprimir la libertad para asegurar la igualdad, como lo prueban los millones de hombres y mujeres sacrificados en el Gulag, crea una igualdad muy ilusoria, y genera, eso sí, una ineptitud para la producción de la riqueza que, a la corta o a la larga díganlo esos cementerios industriales de Alemania del Este o de Rusia, o la prehistoria económica en que languidece Albania, o esos cubanos que retroceden del tractor al buey condena a toda la sociedad (salvo la minúscula nomenklatura) a la méra subsistencia y a veces ni eso.

La respuesta de la socialdemocracia y los democristianos a este problema es la redistribución en nombre del principio de solidaridad social: mediante impuestos y programas sociales, el Estado quita a los que más ganan y da a los que menos tienen. Esta fórmula, que parece impecable desde el punto de vista ético, sólo es operativa mientras no aletarga y desalienta al productor de la riqueza, mientras no asfixia la iniciativa y la ambición del hombre de empresa, del inversor y del ahorrista (como ocurrió, en los casos que parecían ejemplares, del Uruguay de los años cincuenta y la Suecia del sesenta al ochenta), porque, entonces, el resultado de esta solidaridad puede conducir a un país a la declinación económica, a que pronto ya no haya riquezas que redistribuir.

La redistribución no debe ir más allá de lo indispensable para asegurar a todo el cuerpo social aquellos niveles sin los cuales la dignidad humana es afrentada, ni exceder aquel límite que permite mantener vivo el espíritu de empresa, la voluntad de inversión, la creatividad económica, que son la fuente del progreso y del bienestar, y a los que el intervencionismo estatal estraga y mata. Cuando es el redistribuidor -el burócrata- y no el productor de la riqueza el protagonista de la vida económica, como les ocurrió a esas sociedades -Uruguay, Sueciaque, cada una en su momento, parecían haber sentado un modelo de eficacia y justicia, entonces la ineficacia comienza a hacer de las suyas y tras ella resucitan y se multiplican distintas formas de injusticia.

Éste es un equilibrio dificil de alcanzar y para el que no hay recetas generales, una ecuación que debe ser reformulada sin tregua, casando en cada periodo y sociedad lo deseable con lo posible, una cuerda floja que requiere equilibristas avezados, es decir, Gobiernos tan íntegros como responsables e imaginativos. Lo esencial es que, en todo momento, los derechos económicos sean tan respetados como los derechos civiles y políticos, que todos los ciudadanos vean siempre garantizado su acceso al mercado, de manera que el conjunto de la sociedad tenga la certidumbre de que el éxito económico del individuo o de una empresa resulta siempre -y únicamente- de su talento y de su esfuerzo, que es una victoria de buena ley en competencias sin amañe y no del privilegio, es decir, del monopolio o la prebenda política.

La oportunidad abierta a todos de ascender, o el riesgo de descender, en la escala del éxito, de acuerdo exclusivamente a su empeño e inventiva, o pereza e inhabilidad, constituye el sus tento básico de la justicia en una democracia. Si esta movilidad social se restringe o desaparece estrangulada por el mercantilismo, ese contubernio mafioso en tre las élites económicas y políticas para favorecerse recíproca mente, prostituyendo el merca do, reemplazando la libre competencia por el favor, una democracia empieza a declinar y puede llegar a desintegrarse. En cambio, si aquella movilidad so cial existe, como ocurre en Esta dos Unidos, por enormes y gravísimos que sean los retos y deficiencias sociales, el sistema se mantiene sólido, y nadie piensa en sustituirlo, sólo en refomarlo.

Corrupción, mercantilismo, abulia cívica, acompañan a las sociedades democráticas desde el principio, y no han logrado destruirlas ni les han impedido remozarse, de tanto en tanto, sobre todo en aquellos periodos en que surgieron ante ellas enemigos capaces de arrasarlas, como el fascismo y el comunismo. En nuestros días, los supervivientes de estas doctrinas, o sus resucitados, no son nada que se pueda comparar con los desafíos que significaron un Hitler o un Stalin. Esto no es minimizar la capacidad destructiva de fanáticas sectas extremistas de izquierda como Sendero Luminoso, ni los crímenes contra inmigrantes de bandas de rapados y tatuados con svásticas nazis; ni menospreciar la implantación, en minorías considerables, de partidos racistas de extrema derecha, como el Frente Nacional en Francia. Se trata de fenómenos inquietantes, desde luego, pero todavía excéntricos, en sociedades donde las mayorías, una y otra vez, han manifestado su inequívoco rechazo de aquellos brotes antidemocráticos.

El verdadero adversario que tiene por delante la cultura de la libertad en este fin de milenio engloba a todos aquellos extremismos, brutalidades y excentricidades sectarias, y, si no es atajado a tiempo, podría crecer, metabolizarlos y conferirles una suerte de terrible respetabilidad. Es el nacionalismo.

Copy Right Mario Vargas Llosa, 1993. Copy Right Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAíS, SA, 1993.

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