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Solomillos o rodaballos

Enrique Gil Calvo

Recientemente asistí, junto con Vicente y Fernando, a un acto de mercadotecnia editorial, que incluía banquete celebrado en restaurante de diseño catalán. La maestra de ceremonias, Beatriz, me desterró de la presidencia de la mesa para recluirme en el extremo, donde quedé rodeado de periodistas femeninas: a mis dos lados se sentaron Elena y Carmen. Y tras la serie larga y demasiado estrecha de diversas entradas, cuando el maître nos ofrecía elegir entre las dos opciones del plato principal (rodaballo y solomillo), la periodista que se sentaba frente a mí, la muy halagadora Lola, nos hizo observar que casi todas las mujeres comensales estaban pidiendo la carne a la plancha, mientras la totalidad de los varones presentes solicitábamos el pescado a la parrilla.Tras la divertida excitación que inicialmente produjo la sorpresa del descubrimiento, se me pidió que, haciendo honor a mi historial profesional, interpretase analíticamente la ocurrencia: ¿por qué los chicos preferíamos rodaballo y las chicas solomillo? Por supuesto, me sentí obligado a decir algo, pues no hace falta ser Marvin Harris, con su obsesión por las diferencias alimentarías, para tratar de sacar punta a estas felices coincidencias, que nunca son producto de la casualidad. Sin embargo, dado lo mal que improviso en público cuando me siento acuciado, sólo acerté a balbucir las más tópicas generalizaciones (fundadas en la muy superior longevidad de las mujeres) que con no mucho acierto se me fueron ocurriendo. Por tanto, me sentí en deuda conmigo y sobre todo con las chicas que me rodeaban, a las que sin duda defraudé, pues tenían derecho a esperar de mí algo más brillante. Y como suele suceder, en cuanto salí de allí las ideas me brotaron a borbotones, haciéndome lamentar que no se me hubieran ocurrido antes. De modo que las anoté mentalmente, para poder redactar después este artículo informal, dedicado a resarcir a Lola, a Elena y a Carmen.

La argumentación fundamental es muy sencilla, por lo que ya he usado (y abusado) de ella antes: hasta hace poco comer carne roja era signo de masculinidad (como inercia heredada de la necesidad histórica de sobrealimentar con proteínas a los varones, de quienes dependía durante la premodernidad el suministro de su fuerza muscular superior); pero conforme las mujeres escolarizadas se integran laboralmente en un mundo de hombres, comienzan a imitar los signos viriles para hacerse no tanto perdonar como sobre todo respetar: y se lanzan en consecuencia a fumar, a beber, a comer carne y a blasfemar. Ahora bien, una vez que tales gestos dejan de ser exclusivamente masculinos, ya no pueden seguir sirviendo como barreras de status, protectoras de la virilidad; en consecuencia, los varones, para rehacer su reducto viril de modo más inaccesible para las mujeres, se ven obligados a innovar, reconstruyendo nuevos signos de masculinidad todavía más difíciles de imitar: y por eso estamos dejando de fumar, de beber, de comer carne y de blasfemar, como si el saber resistir semejantes tentaciones fuese ahora la prueba de fuego de la superior dignidad varonil. Lo cual demuestra una esperanza vana, pues ¿cuánto tardarán a su vez las mujeres en competir con nosotros midiendo nuestras respectivas capacidades de vencer las tentaciones, cayendo primero en ellas para poder resistirlas mejor después?

Se trata sin duda de una anécdota en sí misma irrelevante, pero muy demostrativa también de todo un nuevo estado de cosas. Me refiero a la cruzada emprendida por las mujeres modernas para hacerse un lugar en el mundo de los hombres: un lugar situado en pie de igualdad y en todo equiparable al hasta ahora detentado en exclusiva por los varones. No importa demasiado que esta cruzada femenina se esté llevando a cabo por propia elección (según decisión libremente adoptada por voluntad igualitarista, a consecuencia quizá de reivindicaciones feministas) o forzadas por la necesidad (dada la coyuntura histórica que está obligando a que caigan tanto la nupcialidad como sobre todo la fecundidad, lo que expulsa de sus hogares a las mujeres, volcándolas a la ocupación laboral a fin de recaudar fondos con los que mantener su propio nivel de vida), pues el hecho es que se trata de todo un terremoto social, no por paulatino y silencioso menos irreversiblemente influyente.

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Por supuesto, aún no hemos visto casi nada todavía, pues este corrimiento de tierras no ha hecho más que iniciarse, y si bien hay ya espacios públicos totalmente conquistados por las mujeres (la enseñanza escolar y primaria son ya absolutamente femeninas, la secundaria comienza a serlo y en la universitaria resultan cada vez más numerosas, primero en el rango inferior como profesoras titulares, pero muy pronto como catedráticas también), todavía quedan posiciones restringidas en exclusiva a los varones: como son las de cirujano (no así las demás especialidades médicas, progresivamente femeninas), de empresario y líder político (donde las pocas mujeres que hay deben virilizarse para hacerse con el poder) y sobre todo de ingeniero superior (especialmente en navales y caminos, pues agrónomos y arquitectura ya se están feminizando, dada su compatibilidad tradicional con la casa y el jardín). Estas segregaciones ocupacionales que todavía se mantienen no están determinadas por el nivel de estudios, que hoy ya es más elevado en las mujeres que en los varones (dada la superioridad escolar femenina, especialmente en lectura y calificaciones), sino por la elección de carrera, pues las chicas parecen preferir aquellos estudios más compatibles con su antigua especialización doméstica y familiar: enseñanza como continuación de la educación de los hijos o medicina como extensión del cuidado corporal.

No obstante, hasta tanto se complete este proceso de reconquista femenina de todo el espacio público, y mientras se mantenga el monopolio masculino del poder político y económico, las mujeres parecen obedecer una pauta colonizadora de las ocupaciones que se caracteriza por la prudencia: antes de invadir una nueva profesión se aseguran de que no van a ser discriminadas, para lo que se protegen mediante la sobretitulación. En este sentido, se acusa a las mujeres de falta de ambición profesional, porque, a diferencia de los hombres (que siempre apuntan más alto de cuanto les da derecho su titulación académica), parecen apuntar más bajo que lo permitido por su nivel de cualificación.

Ahora bien, esto no parece deberse tanto a la falta de ambición como a una especie de seguro contra la discriminación: a la hora de colonizar una nueva profesión, y para prevenir el abuso de poder por parte de los varones dominantes (que son mayoritarios durante el inicio de la colonización femenina), las mujeres se sobreprotegen dotándose de mayor titulación académica que la exigible para ocupar esa profesión. Por eso, en cuanto la colonización se completa, las mujeres pasan enseguida a resultar dominantes, dado que su nivel de escolaridad resulta en promedio superior al vigente en la mayoría de los hombres que ocupan cada profesión. Pero si esta estrategia colonizadora femenina se generaliza a todas las profesiones, y aun suponiendo que se parta de una situación inicial de igualdad de oportunidades educativas (lo que no es el caso, pues las mujeres ya están más escolarizadas que los hombres, habiendo obtenido un nivel de calificaciones sensiblemente superior), el resultado todo agregado será que las mujeres pasarán a ocupar la posición dominante en todas las profesiones (dada su sobretitulación, derivada de su táctica de apuntar más bajo) excepto en aquellas situadas en la cúspide de las pirámides ocupacionales, que continuarán como los únicos guetos de predominio masculino exclusivo: fuera de la cumbre, el resto de peldaños de las pirámides pasarán por entero a manos del poder femenino.

Lo cual sucederá inexorablemente si Dios no lo remedia antes, haciendo que los varones se resistan como gato panza arriba: es, por ejemplo, lo que está sucediendo en la Iglesia católica, institución masculina que nació bajo la advocación del signo del pez (aunque no de un rodaballo, necesariamente. Indudablemente, desde el punto de vista del apostolado (que constituye el supuesto objetivo estratégico de la institución), sería más eficaz el sacerdocio femenino que el masculino, dado el liderazgo expresivo que ejercen las mujeres, según revela el hecho de que sean mejores madres que los hombres padres, el que su retórica persuasiva (seductora o publicitaria) sea muy superior a la masculina y el que las profesiones de terapia psicológica, herederas científicas de la cura de almas religiosa, ya sean hoy mayoritariamente femeninas (como sucede con la terapia de familia). Además, el sacerdocio femenino compensaría con creces la actual sequía de nuevas vocaciones. ¿A qué se debe, por tanto, esta inexcusable discriminación de las mujeres?

A la luz de los descubrimientos históricos de Jack Goody (que atribuye la restricción medieval del matrimonio al deseo de la Iglesia de heredar las tierras de solteras y viudas sin hijos, hasta convertirse en la primera institución terrateniente, por encima de la nobleza), cabe sospechar que la prescripción de] celibato eclesiástico obedece al deseo de no compartir con molestos herederos la propiedad institucional. Pues bien, este mismo debe ser el designio católico de impedir a las mujeres el ejercicio del sacerdocio: dado que, como hacen tantos economistas y empresarios, se sospecha que las mujeres anteponen sus intereses familiares a su productividad ocupacional, también los empresarios de la institución eclesiástica deben temer que el sacerdocio femenino redunde más en bien de los hogares domésticos que en mayor gloria del poder eclesial. Confiemos, pese a todo, que el ejemplo no cunda.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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