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Ira impaciencia y urnas

Jorge G. Castañeda

Por poco y pasan desapercibidos en Estados Unidos y en Europa, pero los acontecimientos de las últimas semanas en América Latina pueden marcar un hito en la evolución futura del continente. La asonada fallida en Venezuela, así como los resultados electorales de los comicios departamentales y municipales de aquel país y el referéndum sobre la ley de privatizaciones celebrado en Uruguay el pasado 13 de diciembre, ponen al descubierto tendencias profundas inscritas en el devenir de la región. La precariedad de la democracia representativa, la irrupción de las multitudes urbanas empobrecidas en el escenario electoral y el incipiente rechazo a la deriva neoliberal son los sellos distintivos de dichos acontecimientos.Sigue la mata dando en Venezuela. En la confusión típica de una coyuntura de esta índole es difícil determinar a ciencia cierta la correlación de fuerzas en el seno de las Fuerzas Armadas y a nivel popular. No obstante, dos hechos destacan por su importancia y aparente carácter irrefutable. En primer término, las instituciones castrenses se encuentran seriamente divididas, desde el punto de vista ideológico, generacional e incluso regional. La tercera no es siempre la vencida, pero sí parecía casi inevitable que algo semejante volviera a ocurrir después del fracasado golpe de febrero, la naturaleza ineluctable de una nueva repetición se antoja ahora casi fatídica. Existen ya demasiados intereses creados a favor de algún tipo de ruptura institucional para que varios sectores militares venezolanos se abstengan de lograr un desenlace más favorable a sus ambiciones y a sus inclinaciones ideológicas.

En segundo lugar, el carácter tambaleante -como se le ha llamado- de la democracia venezolana puede convertirse en un rasgo irreversible en el mediano plazo. Conviene subrayar dos cosas al respecto: la primera es que resulta prácticamente imposible imponerle una salida económica a la crisis. El descontento popular que se ha convertido en el caldo de cultivo de los intentos de golpe se ha generado a pesar de un supuesto éxito de la política económica del régimen de Carlos Andrés Pérez: un crecimiento del PIB de casi un 9% este año (el más alto de América Latina), tina estabilidad del tipo de cambio aceptable, una inflación, controlada a nivel macroeconómico. Difícilmente se puede contemplar una mejora en estas variables dentro del esquema actual, cualquiera que sea la validez o pertinencia de estos agregados y promedios en sociedades profundamente desiguales. Pero cambiar de esquema no es viable para el régimen. Sus únicos apoyos son justamente los sectores que más simpatizan con y se benefician de la política económica actual: el empresariado y la comunidad financiera internacional.

El segundo punto es que la fragilidad democrática venezolana tiene un origen preciso, que si bien antecede a todos los regímenes democráticos actuales del continente, se reprodujo en buena medida en muchos casos. El famoso pacto de Punto Fijo de 1959 sentó las bases de la continuidad democrática ulterior, pero también de la exclusión de amplias capas de la población venezolana del sistema político. Para que fructificara una transición democrática después de la caída de Pérez Jiménez era necesario encauzarla dentro de límites precisos y estrechos. Así han sido las transiciones en otros países: Chile, Argentina, Uruguay y El Salvador, por lo menos. Mientras alcanzaba el dinero para repartirlo a todos, la exclusión, la corrupción y la diminuta base del sistema en su conjunto no importaba tanto, aunque sembraba las semillas de la desigualdad futura. Cuando se acabaron los recursos, comenzaron los problemas.

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Pero como la democracia representativa subsiste y si surte un efecto real -por mucho que le pese a los apólogos actuales, mexicanos y cubanos, de los sistemas autoritarios duros o blandos- el descontento motivado por la exclusión, la desigualdad y la pobreza se expresa de múltiples maneras. Unas son aterradoras: la simpatía y el apoyo abierto al fundamentalismo bolivariano de Hugo Chávez y sus huestes. Otras son alentadoras, pero ahuyentan sin duda al sector privado y a las clases medias: el éxito electoral de fuerzas de izquierda, como Causa Radical en Venezuela, el Partido de los Trabajadores de Brasil y el Frente Amplio en Uruguay, entre otros.

La población venezolana sí fue a votar pocos días después de la asonada, pero no votó como lo ha hecho desde 1959. El tradicional bipartidismo venezolano, anteriormente ya en crisis, se esfumó: un partido obrerista, de izquierda y hasta cierto punto radical (de allí su nombre) ganó la alcaldía de Caracas (ya el MAS en votaciones recientes había logrado importantes avances en las zonas urbanas). Antes había conquistado la de Puerto Ordaz, una ciudad industrial importante, pero su triunfo en esta ocasión tiene claros visos premonitorios. Las masas urbanas marginadas, devastadas por las políticas económicas de Carlos Andrés, votaron con su rabia y hastío.

Impusieron en Venezuela la misma tendencia que se ha visto en el resto de América Latina: la emergencia de la expresión electoral y municipal de la gran novedad latinoamericana de los últimos años, a saber, la espeluznante y abrumadora pobreza urbana. De allí el dilema por venir del continente: si se mantienen las instituciones de la democracia representativa, los sistemas políticos tendrán que dar cabida a sectores que representan ya a la inmensa mayoría de la población del hemisferio: los pobres de las ciudades, de los hacinamientos y muladares que pueblan las cinturas de sus urbes. Si no, surge la tentación y el fantasma del golpe. La alternativa venezolana es diabólica, mas no sorprendente.

Pero no sólo se trata de elegir a dirigentes populares, como Aristóbulo Isturiz, el nuevo alcalde de Caracas, que encabezan partidos inéditos. La conjunción del funcionamiento adecuado -aunque por supuesto no perfecto- de regímenes democratizados y de la puesta en práctica de estrategias económicas poco eficaces en el corto plazo puede desembocar en una mezcla explosiva. Sobre todo en lo tocante a aquel aspecto más cuestionable, sensible y opaco de los nuevos esquemas económicos: la privatización de empresas públicas. Lo verdaderamente extraño del referéndum uruguayo del 13 de diciembre, en el cual los habitantes de la República Oriental votaron en un 71% por derogar una ley que le hubiera permitido al Gobierno de Alberto Lacalle privatizar buena parte de las empresas paraestatales de la nación, es que no sucedió antes ni en otro país.

Pocos ingredientes del paquete neoliberal se prestan tanto a la corrupción, al escepticismo y el exceso como las privatizaciones. Es indudable que un buen numero de industrias y servicios en América Latina, que pasaron a manos del Estado, ya no deben permanecer en ellas. Pero es igualmente cierto que en muchos casos los argumentos que se utilizan para justificar la venta -a remate, o a buen precio- de una empresa pública son poco pertinentes, falsos o escasamente convincentes. La falta de transparencia o las sospechas en tomo a ventas, como la de las líneas aéreas VASP o Aerolíneas Argentinas, o algunos bancos en México, así como la nula mejoría en el servicio que brindan otras entidades privatizadas, crea desconfianza. Cuando ésta cunde y el tema es sometido a la votación de la ciudadanía, suele oponerse. De no ser por el gobierno por decreto en Argentina o el ancestral autoritarismo en México, sin duda hubiera sucedido algo por el estilo en ambos países.

Siempre se dijo que las políticas del conservadurismo ramplón, radical y reaganiano sólo prosperarían en América Latina si resultaban capaces de aportarle beneficios tangibles a las mayorías en un plazo breve, aunque no inmediato. En muchos casos, el plazo se prolonga y los beneficios siguen brillando por su ausencia. Sin democracia, no importaría; con ella, la inoperancia se castiga. El mejor argumento a favor de las nuevas estrategias en América Latina fue sin duda el fracaso de los esquemas anteriores; ahora ese mismo razonamiento se revierte contra los adalides del libre mercado a ultranza. Ojalá que la ira de la impaciencia se canalice a las urnas, como en Caracas y Montevideo, y no a los cuarteles, como también sucedió en Caracas y como puede acontecer en cualquier otra parte.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Intemacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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