Monjas
Mis relaciones con las monjas casi siempre han sido positivas, y se remontan a 1943, año en que las hermanas de San Vicente de Paúl prosiguieron mi alfabetización, ya iniciada en casa, e intentaron mi catolización, combatida desde casa. Con los años he aprendido a valorar el valor ético convencional, como todos los valores éticos, del sacrificio, fuera agnóstico o religioso. El sacrificio por los otros de los agnósticos tiene el mérito de que no dispone de Papa de Roma ni Dios Padre que lo ordene, pero el sacrificio por los otros de los religiosos llega a los rincones más tristes de la miseria y la enfermedad. No me atrevo a fijar el límite que separa la caridad de la solidaridad, como también es impreciso el que delimita la compasión como subsuelo o sobreático del amor.Pero ahí estaban esas dos monjas cuidando leprosos filipinos, la una catalana, la otra vasca, secuestradas por bandidos de Salgari cuando se estaban bañando en los mares del Sur en un leve descanso entre dos jornadas de sacrificio y sufrimiento. Durante unos cuantos días he seguido su suerte como la de dos ángeles definitivamente buenos, tan buenos que serían necesarios a pesar de la historia; dos ángeles históricos a los que siempre tendremos que recurrir mientras exista la enfermedad, la vejez y el insomnio por toda clase de pobrezas. Y cuando las han liberado me ha conmovido, su conmoción y me ha alegrado la alegría que he podido detectar en torno a esa liberación. Me hubiera gustado acariciarles la cara, brevemente, para comprobar su delgada realidad, transparencia fantasmal entre tanto desorden. Durante el cautiverio, sus raptores se mofaban de sus creencias, como suele hacer todo verdugo que se precie de serlo. Ellas rezaban, lloraban y dormían adosadas. Una pequeña patria bajo un cielo excesivo.
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