_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Stalingrado

El 6 de noviembre de 1942, en su discurso con ocasión del XXV aniversario de la Revolución de Octubre, Stalin anunció: "Pronto celebraremos una fiesta en las calles". Lo recuerdo porque por entonces yo era soviético y combatiente del Ejército Rojo, de baja por heridas en combate. Tanto yo como mis amigos teníamos una gran necesidad de creer en esa "fiesta", pero no éramos capaces de imaginarla. Desde la ofensiva alemana del verano de 1942, el Ejército Rojo retrocedía en todos los frentes ante el aplastante rodillo de la Wehrmacht. La razón era simple: los fritzs dominaban el aire y disponían de un armamento superior al nuestro. La experiencia en el frente del Cáucaso nos inculcó sólidamente ese complejo de inferioridad. Al escuchar el anuncio de Stalin pensamos: el invierno no es bueno para los alemanes; el año pasado les rechazamos a la entrada de Moscú y este año ocurrirá algo parecido en otro frente. Eso era lo que esperábamos, sólo eso.Diecisiete días después del discurso del Kremlin se supo una noticia increíble: todo el Ejército alemán se encontraba cercado en las estepas de Stalingrado. ¿Cómo era posible? ¿De dónde habíamos sacado los tanques, los cañones, los aviones, para coger en tal trampa a la élite de esos invasores tan soberbiamente armados? Incluso hoy, 50 años después, y a pesar de todos los libros y todas las películas, me pregunto cómo los estrategas soviéticos pudieron desplazar en secreto y camuflar divisiones enteras que se lanzaron de pronto, por el Norte y por el Sur, contra el VI Ejército de Von Paulus (o simplemente Paulus, es un detalle sin importancia). La vasta región entre el Don y el Volga, el vientre glacial de Rusia, es llana como la palma de la mano y las colinas escasean. Camuflar un enorme ejército y lanzarlo por sorpresa contra el enemigo sonaba a cuento. Sin embargo, eso es precisamente lo que sucedió. El 23 de noviembre, la tenaza se cerró sobre los alemanes. Imágenes de la época muestran cómo nuestros soldados se unían, cerrando el cerco lejos de la línea del frente, y se abrazaban, rodando por la nieve como " niños. En lo que a fiestas se refiere, era imposible imaginar una mejor.

Después han surgido otras cuestiones: ¿habría podido romper el cerco Von Paulus (o el mariscal Paulus, simplemente) batiéndose inmediatamente en retirada, en lugar de apalancarse por orden de Hitler en los arrabales de Stalingrado? Mi añorado amigo austríaco Ernst Fischer me contó sus largas conversaciones con ese mariscal, convertido en prisionero. Tenía que persuadirle de que encabezara el Comité Antifascista alemán. Se suponía que Ernst Fischer, hijo de un general, sabía cómo tratar a los militares y, por esa razón, se le había confiado esa delicada misión. El relato de sus conversaciones con Von Paulus (él le llamaba así) era muy interesante, pero se refería sobre todo al código de conducta militar, la idea del honor, los derechos y deberes del jefe de un ejército cercado. La tradición austríaca, y también la prusiana, establece que, en una situación crítica, el comandante es el único que debe decidir continuar la lucha o rendirse. Hitler había violado ese código al imponer su decisión al "vikingo del Volga" (el apodo de Paulus). Y gracias a eso, Ernst Fischer, filósofo y excelente dialéctico, logró convencer a su interlocutor de que ya no estaba obligado por su juramento militar y podía declararse antifascista sin traicionar a la patria. Pero en ese apasionante diálogo no entraban la estrategia, la posibilidad de que el VI Ejército se salvara tras haber sido cercado o fuera liberado por los tanques del mariscal von Mangstein (éste sí es un von indiscutible). Sólo sabíamos el hecho consumado: el 31 de enero de 1943, el "vikingo del Volga" y sus 23 generales del Estado Mayor se rindieron. La gran nueva fue anunciada al mundo el 2 de febrero de 1943.

Fue el giro decisivo de la II Guerra Mundial, todos los historiadores lo atestiguan. Pero para nosotros -la URSS-, significó ante todo un importante cambio de mentalidad. Por primera vez comprendimos que nuestros tanques eran mejores que los de la Wehrmacht, que nuestra artillería (Bog voïny, dios de la guerra) era más potente que la suya, que nuestros aviones eran capaces de dominar el cielo. Y, sobre todo, que nuestros estrategas eran más hábiles, más audaces, que esos señores de la guerra, prusianos o bávaros, casi todos con apellidos con partícula, descendientes de una casta militar que había hecho la guerra durante generaciones. Tras Stalingrado, los verdaderos héroes, pronto conocidos en todo el mundo, tenían apellidos proletarios como Jukov, Konev, Rokosovski, Tolbujin y otros por el estilo y habían aprendido a hacer la guerra durante la guerra. Pero una vez que tuvieron dominado ese arte, se aficionaron a tender trampas como la de Stalingrado a un enemigo que, como un animal herido, caía una y otra vez.

La propaganda soviética sostenía que, tras la humillante derrota de Stalingrado, la Wehrmacht había quedado desmoralizada y que era inminente un levantamiento antinazi en Alemania. Pero no fue así, por razones que no abordaré aquí. Lo que sí ocurrió fue que, en el mundo exterior, Stalingrado tuvo el efecto de una bomba. En primer lugar, cambió las relaciones en el seno de la gran alianza antifascista. Los anglosajones la habían firmado con Stalin en 1941, pero le consideraban un socio menor, capaz de inmovilizar a un gran número de tropas alemanas, pero no de derrotarlas. Ése había sido el papel del Ejército ruso durante la 1 Guerra Mundial y, entre 1941 y 1943, la historia parecía repetirse. Churchill y Roosevelt contaban con que los rusos resistirían el mayor tiempo posible, pero no pensaban que pudieran llegar a Alemania antes que sus propios ejércitos. Tras Stalingrado, su óptica cambió y, de pronto, la celebración de la Conferencia de los Tres Grandes de Teherán se convirtió en un tema prioritario.

En la Europa ocupada por los nazis, la humillante derrota del herrenfoIk alemán en Stalingrado tuvo efectos no menos inmediatos. La resistencia antinazi, hasta ese momento embrionaria y con inciertas perspectivas a corto plazo, creció considerablemente. Los partidarios de esperar los acontecimientos y los escépticos comprendieron por fin que, a pesar de su altivez, los ocupantes alemanes no tenían ninguna posibilidad de ganar la guerra ni de insertar a Europa en su Reich milenario. Además, bastaba con escribir en las paredes la, palabra Stalingrado para que los alemanes se sintieran ultrajados. André Tollet, un francés miembro de la Resistencia, cuenta: "Los parisienses disfrutaban maliciosamente preguntando a los alemanes, con cara de consternación, qué había pasado en Stalingrado. ( ... ) Se divertían hurgando en la llaga". Otros se enrolaban en el maquis, que, tras la gran repercusión de la victoria de Ejército Rojo en el Volga, se multiplicó no sólo en Francia, sino también en Italia y otros lugares.

Este año, el 50º aniversario de El Alamein ha hecho que primeros ministros y presidentes fueran a África para conmemorar esa batalla. John Major y Helmut Kohl acudieron dejando todos los asuntos y a pesar de estar pasando por grandes dificultades.

Es un signo de los tiempos el que ni Rusia ni sus aliados hayan pensado en organizar una celebración similar en Volgogrado, nombre actual de Stalingrado. Borís Yeltsin, que presume de sus viajes a la Rusia profunda para dialogar con el pueblo, no ha juzgado oportuno ir a la ciudad del Volga. Aunque sí grabó en el Kremlin un discurso radiofónico, como se hacía durante la guerra, en el que a veces parecía emocionado y en el que rindió homenaje al Ejército Rojo, evitando llamarle soviético o, simplemente, ruso. Aprovechó también para afirmar que Rusia superará la crisis actual del mismo modo que ganó la batalla de Stalingrado. Las dos situaciones no son, evidentemente, comparables, pero probablemente cualquier otro presidente habría dicho lo mismo. A juzgar por las estadísticas rusas encontradas en los archivos secretos y dadas a conocer en enero, entre julio de 1942 y febrero de 1943, el Ejército Rojo perdió en Stalingrado 1.100.000 hombres y la Wehrmacht 800.000. El precio que- el Ejército Rojo pagó por derrotar al monstruo nazi fue mayor de lo que se pensaba, pero esto no le quita mérito, sino todo lo contrario. Y no

Pasa a la página siguiente

Stalingrado

Viene de la página anterior

creo que las revelaciones de los celosos investigadores sobre los 13.000 soldados soviéticos fusilados por deserción puedan mancillar la imagen de los vencedores.

Curiosamente, ha sido el cineasta alemán Joseph Vilsmayer, nacido en 1939, quien ha reanimado más el debate sobre ese pasado con un largometraje de casi dos horas de duración llamado Stalingrado. Lo ha rodado en Checoslovaquia, sin actores famosos, sin historias de amor, con la intención de mostrar los horrores de una guerra provocada por el nacionalismo y la xenofobia que de nuevo hostigan a su país. En mi opinión, lo ha conseguido, pero es posible que yo conozca demasiado bien esa historia como para ser un buen juez. Joseph Vilsmayer presenta un muestrario muy edificante de las salvaadas de la "Wehrmacht -la ejecución de rehenes, entre ellos un niño ruso, la violación de una mujer-soldado, la destrucción de ciudades, el hambre, el frío, el sufrimiento de la población civil rusa- Sus héroes son hombres valerosos, perdidos en medio de esa carnicería. Todos mueren. Sin embargo, la crítica alemana estima que, al no situar esos hechos en el marco global y terrible de la invasión nazi de la URSS, la película puede servir, involuntariamente, para exculpar a sus compatriotas. Los protagonistas de Joseph Vilsmayer son jóvenes normales, muy poco contaminados por el nazismo y que ejecutan las órdenes de sus superiores en contra de su voluntad. Seguramente no son representativos del sentimiento del conjunto de la Wehrmacht (si no, la guerra no se habría prolongado 30 meses tras Stalingrado). La única cifra que el cineasta cita al final de su obra es la relativa al destino dé los prisioneros alemanes, de los que sólo 6.000 volvieron a su patria cuando terminó la guerra. Estoy de acuerdo con que Vi1sínayer habría . sido más convincente si hubiera insertado al principio o al final cinco minutos de explicación sobre la guerra y sobre el origen de la batalla de Stalingrado. No estoy muy seguro de que los alemanes de hoy sepan que murieron 20 millones de soviéticos y que tres millones perdieron la vida en los campos de prisioneros de la Wehrmatch. Pero la película de Joseph Vilsmayer tiene el mérito de ser la única en cartel en este 500 aniversario de Stalingrado e incluso las polémicas que suscita son muy útiles para refrescar el recuerdo de esta gran historia.

Una última palabra: la victoria de Stalingrado está ligada al nombre de Stalin, quien la predijo y, en cierto modo, la inspiró. El culto a su personalidad, del que tanto se ha hablado, se impuso en gran parte gracias a Stalingrado. Pero ésa no es razón suficiente para no hablar de ello. Al contrario, con la perspectiva del tiempo, debería ser posible examinar con menos pasión y prejuicios los diferentes aspectos de este personaje histórico cuyo papel global en la construcción del socialismo en la URSS ha sido definitivamente nefasto, pero no negativo en todos los aspectos. Reducirle simplemente a un Monstruo, título de una serie televisiva estadounidense a punto de ser emitida en Rusia, y también aquí, da muestras de un exorcismo de eficacia muy dudosa.

K. S. Karol es periodista francés, experto en cuestiones del Este de Europa.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_