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Basura para el espíritu

Hace unos meses me propusieron presentar uno de esos subproductos televisivos que hemos dado en llamar culebrones en sustitución de su nombre de siempre, que sería folletín, o de su eufemismo lógico, que sería basura. Por supuesto, la oferta me alarmó: alguien me asociaba con aquel tipo de producción infamante o me elegía, faute de mieux, porque sus guionistas estuviesen ocupados impartiendo seminarios sobre estructura literaria en alguna universidad yanqui. Para tranquilizarme, el productor encargado de contratar mis servicios se apresuró a aclarar que estaba en negociaciones con otros intelectuales cuyos nombres servirían para legitimar al culebrón, asociándolo con sus orígenes populares. Al oír tales pretensiones sentí un profundo malestar. Suele ocurrirme cuando los, palanganeros del espíritu recurren al arte popular como coartada de sus abominaciones.¿De qué extrañarse? Al fin y al cabo, pertenezco a la generación que quiso recuperar la voz del pueblo con la esperanza de que, compartiendo sus logros del pasado, avanzábamos a la par. Fuimos los jóvenes que llenamos nuestros apartamentos con botijos ampurdaneses, ponchos mexicanos, tapices de Matmata parecidos a las pinturas de Klee y hasta instrumentos musicales procedentes de alguna remota kasbah del Atlas. Creo recordar que amenizaban nuestras veladas los discos de folclor italiano recuperado en los espectáculos del Bella Ciao o el Ci raggiona e si canta. Esperábamos que el pueblo, al despertar del letargo del franquismo, reclamaría con urgencia obras de Brecht y Alfonso Sastre y que nadie se acostaría sin tomarse su dosis de Grarnsci. Todo eso recuerdo, sí, aunque pienso que debería escribir "por todo esto suspiro", porque es evidente que el pueblo se fue por un lado y nosotros por el opuesto. Huelga decir que el de ellos no era el camino que profetizaron nuestros teóricos más avisados. No esperaban que el pueblo acabaría convertido en eso que los expertos llaman audiencia televisiva. O peor aún: en cifras de otro asunto llamado ranking. ¿Sería también el camino que me proponía mi productor al insistir en la necesidad de envolver a los culebrones con un halo de prestigio?

-Que la audiencia del prime time comprenda los valores intrínsecos del lenguaje tercermundista. Que la audiencia trascienda una primera lectura del subdesarrollo para mejor vislumbrar un discurso ontológico donde Levy Strauss y Jeanette Rodríguez llegan a coincidir. En última instancia, tú, que: has viajado por el mundo árabe, reconocerás cierto parentesco entre las floridas presentaciones de doña Adelaida -tan, amada por la audiencia- y la. verborrea y gestualidad de esos fabulistas de la plaza Jema-el Fna que tanto complacen a Goytisolo.-¡Ostras, little Peter! -exclamé- ¡Ostras y audiencia!Hubo un tiempo en que parecía posible pactar con la subcultura, estudiarla, aprovechar sus experiencias; después, hemos aprendido que es urgente desconfiar, incluso cuando algunos defienden el folletín recordándonos que Balzac y Dickens también lo cultivaron. Pero esto es una travesura dialéctica que prescinde olímpicamente de valores cualitativos y olvida las posibilidades de manipulación de los mass media actuales. Es una pirueta que se permite el alarmante lujo de olvidar que el medio sigue siendo el mensaje. Y que ambos no pueden ser más deprimentes.

Ignoro si los intelectuales invocados por el personajillo de la tele aceptaron su encargo, haciendo caso omiso de las abismales distancias que median entre un culebrón brasileiro y Papa Goriot. Yo decidí echar mano de mis mejores modales para rechazar sin herir, para negarme sin ofender. Después de todo, siempre es posible salir del paso pretextando el bautizo de una sobrina en Ciudad del Cabo. Tal acontecimiento me permitía salvar la situación sin necesidad de violentar el orgullo profesional de mi interlocutor. Me equivocaba: antes de darse por vencido, insistió machaconamente en las excelencias del producto que yo me negaba a presentar. Y presentaba su actitud la conmiseración reservada a los cortos de entendederas o, peor aún, a los reaccionarios que nos obstinamos en desatender las necesidades vitales de la masa.

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Nada tan indignante como la petulancia con que los supuestos especialistas nos contemplan desde su efímera altura. La seguridad de dominar el Mercado les lleva a investirse con una prepotencia que sería normal en un simple mercader, pero que resulta imperdonable y sumamente peligrosa en quienes manipulan el gusto colectivo. Esta manipulación constituye uno de los fenómenos más alarmantes de la época: no tanto porque la masa se convierta en consumidora -como temen los exquisitos-, sino porque ha elegido a sus propios directores espirituales entre los menos exigentes. Y aún asusta más que acepte sus consignas. Y sobre todo que las asuma.Es lógico, entonces, que esos personajillos con capacidad decisoria se atrevan a pontificar sobre el gusto de las masas desde una actitud paternalista. Es lógico que defiendan el producto que sirven; producto cuanto más execrable más defendible, ya que con ardor popular fue exigido. En nombre de esta exigencia multitudinaria, de esta demanda de lo vulgar, ni interlocutor se permitía hacerme notar que el tonto era yo y que, en última instancia, perdía la oportunidad de ser conocido por "una audiencia que para sí quisieran muchas televisiones internacionales".

En este punto le mandé a la mierda, sin reparar en que yo mismo estaba en ella desde el momento en que accedí a la discusión. O peor aún: que estoy en la mierda cada vez que asisto pasivamente al formidable despliegue de vulgaridad con que se nos ataca desde tantos frentes a la vez. Y que me enmierdo hasta el cuello cuando, por imperativos distintos, me someto incluso a aquellos frentes que repugnan a la razón. Cuando tengo que reprimir, por urbanidad o simple estrategia, un sentimiento parecido al desprecio.

No he dejado de sentirlo cada vez que la defensa del gusto tropieza con la obstinación del primer pisaverdes que ocupa un despacho importante. Y éste no tiene por qué ser televisivo. De características parecidas fue mi único contacto con una casa discográfica; contacto accidental, debido a causas completamente ajenas a mis intereses y voluntad. Las anécdotas que escuché, las teorías que me expusieron, no eran para oídos de cristiano. Sólo comprendí que cuando se coloca en un mismo saco a Berlioz y Marta Sánchez, las cosas no pueden ir bien. De hecho, todo puede ir fatal cuando sucumbimos ante las trampas de una civilización que tiene a la promiscuidad como norma. Promiscuidad que ofrece en un mismo plato a los payasos y a los académicos, a las rumberas y a los clásicos. Éste era uno de los temas favoritos de los años sesenta y Arbassino lo tocó con mucha gra

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Basura para el espiritu

Viene de la página anterior cia. La desaparición de los niveles culturales, creo recordar. Se trataba de saltarse las barreras que separaban a Beethoven de los Beatles; a Superman de los lienzos de Rembrandt. Así llegamos a la reivindicación de la subcultura, a veces reivindicación justa, a veces apuesta intelectual, devaneo del ingenio y exhibicionismo de un "estar de vuelta" que nos sentaba muy bien.

Caímos en la trampa. Sin darnos cuenta,- preparábamos el camino a una sociedad donde lo subcultural no es la excepción pintoresca, sino la regla absoluta y desoladora. Una sociedad que, ya sin niveles, se abstiene siquiera de tener nivel.

Porque es difícil encontrarlo en la subcultura que nos arrolla; y a causa de esta atroz dificultad, es criminal distanciarse irónicamente y hacer ingeniosas boutades a costa de peligros tan acuciantes como los folletines suramericanos, la diarrea coloreada de ciertas cadenas de televisión, la degradante memez de los programas infantiles, la desvergonzada cretinez del cine que se sirve a los adolescentes, la insustancial chismografía de algunas publicaciones, la banalidad de ciertos contenidos radiofónicos, la expansión de una música hortera y macarra, la chabacanería llevada al terreno de la moda, la bazofia propuesta por los restaurantes de comida rápida, e incluso la progresiva degradación de las relaciones entre las personas. Tantas y tantas muestras de vulgarización de una sociedad donde todo forma parte de un usar y tirar. Pero lo triste es que del uso algo queda; y lo que antes tirábamos hoy se reproduce.

Siempre se dijo que la dictadura del espíritu estaba en manos de los cenáculos cultos. Lamento decepcionar a nuestros escritores peleones, nuestros críticos mandarines y los conspicuos directores de los suplementos literarios: sus tomas de poder quedan limitadas a una tribu cuya repercusión social es casi nula. El espíritu de nuestra época es dictador, en efecto, pero su dictadura ya no la ejerce una élite, sino mi personajillo de la tele, el chef de MacDonald's, el sommelier de la Coca-Cola y el ejecutivo de la casa discográfica dispuesto a favorecer que, en la pugna entre Marta Sánchez y Berlioz, triunfe siempre la santa señorita y sus colegas de oficio y beneficio. La amenaza es, pues, inexorable. Estamos heridos de muerte. Pero, igual que aquella absurda cantante calva, la audiencia se sigue peinando.

es escritor.

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