Miles de carteles, nunca el original
Sadam Husein esconde sus movimientos para evitar ser localizado por sus múltiples enemigos
ENVIADO ESPECIAL A Sadam Husein sólo se le puede ver en cartel. De pie, sentado o de rodillas; con gafas de sol o sin ellas; de paisano o de verde oliva; sonriente o sombrío, pero siempre con las riendas del país en la mano. Su omnipresencia en la sociedad iraquí es tal que hace innecesarias sus apariciones públicas. Está en los relojes, en los bares, en las tiendas de fotos y de baratijas, en los puestos callejeros, en los hoteles y los parques. La abusiva presencia de sadames en cada rincón de Irak contrasta con la ausencia absoluta del original.
El presidente de Irak, desde el inicio de la operación Tormenta del Desierto -aquí llamada madre de todas las batallas-, lleva una vida monacal. De absoluta clandestinidad, como la de un perseguido por la justicia. Nadie le ve, ni sus allegados del Gobierno o del partido. Nadie sabe dónde está o dónde duerme. Sus palacios y residencias están vacíos. Soldados pulcrísimos las guardan como quien vigila a un fantasma: con reverencia. Ni ellos conocen la identidad de los ocupantes, y ni tan siquiera si éstos existen. Sadam cambia de casa y de cama como de camisa. Este movimiento constante le aleja del objetivo de los satélites estadounideneses y le permite seguir con vida.
Bagdad es, dicen los entendidos -que se multiplican en tiempos de crisis-, una colmena subterránea; un laberinto de túneles y refugios en los que Sadam habita como un topo. Desde ellos dirige los designios de su país, partido en tres por la guerra. Igual que Hitler, vive bajo una bombilla. Igual que Arafat, la habitación de Sadam no tiene ventanas. Es una caja fuerte. Una cárcel de oro.
El presidente iraquí acude a veces, por sorpresa, a un acto. En el secreto de la noticia están unos pocos de sus colaboradores más íntimos. Cuando aparece en alguna ocasión, lo hace blindado detrás de una feroz guardia pretoriana procedente de Tikrit -su lugar de nacimiento- y que están dispuestos a morir y a matar por él. Hace dos años, tras uno de los bombardeos aliados sobre Bagdad, un periodista argentino tuvo la fortuna de toparse en plena calle con un tumulto. En medio de él iba Sadam, interesado por los daños de los últimos proyectiles. El argentino intentó acercase a la cohorte. Gritó "¡Press, press!" entre los empujones y golpes de los guardaespaldas. Sadam, al oír sus gritos, le llamó y charló con él unos minutos. Sus palabras fueron una exclusiva mundial.
Frente a esta familiaridad, que es una excepción a la regla, está un estrictísimo control de las visitas. Varias televisiones pugnan desde hace días por lograr una entrevista con el líder invisible. Unos intentan llegar a él con cartas de recomendación de líderes de otros países árabes o de movimientos de liberación; otros se dejan de subterfugios sentimentales y untan de dólares a todos los intermediarios como si éstos tuvieran las llaves de palacio.
Pero si Estados Unidos, la potencia hegemónica, no puede acabar con él a pesar de toda la tecnología de que dispone, nadie va a arriesgar aquí su vida por pensar tan sólo en intentar hacerlo con las manos. Los más fanáticos seguidores de Sadam aseguran que su superviviencia, es una prueba de que es el elegido de Dios. Sus detractores, en cambio, dicen que su fortuna es cosa del diablo. Lo único en que ambos están de acuerdo es en que su afortunado sino no es de este mundo.
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