Rigor proporcional
A VECES la realidad no sólo imita a la ficción, sino que la. supera. Que uno dé los ultras condenados a cerca de 200 años de cárcel por el asesinato de los abogados de la calle de Atocha consiguiera sentar en el banquillo al director general de Asuntos Penitenciarios, que se había opuesto a la concesión de un permiso carcelario de ese recluso, ya fue bastante fuerte. Pero el asombro no decae, porque, un mes después de ser absuelto por los tribunales, el mismo alto funcionario acaba de ser procesado por un supuesto delito de "rigor innecesario" a cuenta de las medidas adoptadas contra determinados reclusos trasladados a la cárcel de Sevilla tras la oleada de violentos motines carcelarios del verano de 1991, en los que varios internos resultaron muertos y muchos más, así como algunos funcionarios, heridos. La acusación solicita para el director general 12 años de cárcel y 24 de inhabilitación.La imagen de la cabeza de una víctima que había sido degollada, exhibida como trofeo por los amotinados en la prisión de Sevilla, puede servir de recordatorio de los hechos y sus circunstancias. Antoni Asunción, responsable máximo de las cárceles españolas, así como el entonces encargado de la inspección penitenciaria y el director y subdirectores de la prisión sevillana, son acusados de rigor excesivo y otros delitos conexos por el trato aplicado a 13 reclusos trasladados a esa prisión en el marco de una política de dispersión decidida para hacer frente a los motines. Todos los trasladados tenían la consideración de "muy peligrosos", calificativo aplicado en aquel momento a unos 150 presos sobre un colectivo que superaba los 36.000.
Los funcionarios procesados alegan que se trata de medidas contempladas en el reglamento penitenciario y que las circunstancias aconsejaban aplicar en su integridad. Y que, de hecho, las mismas medidas fueron puestas en práctica en las demás cárceles a las que habían sido trasladados otros presos afectados por la dispersión, con pleno conocimiento de los jueces de vigilancia penitenciaria, que las encontraron correctas. La acusación insiste, sin embargo, en que algunas de las medidas, como la de privar a los reclusos de sus ropas y obligarles a vestir otras, impedirles ducharse durante 15 días y salir al patio durante 40, e incluso, en algún caso, mantener al preso esposado a su cama, carecen de justificación legal y moral.
La ley es igual para todos, y desde ese punto de vista resulta tranquilizador que los jueces la apliquen sin reparar en la identidad de la persona que se sienta en el banquillo.
Pero que no sólo existen diferencias de criterio entre funcionarios de prisiones y jueces, sino entre unos y otros jueces, es una evidencia que han puesto de manifiesto dramáticos acontecimientos recientes relacionados con la excarcelación de presos condenados por violación, por ejemplo; pero también algunos menos recientes: otro de los tres pistoleros de la matanza de Atocha, compañero del que se querelló contra Asunción, consiguió huir de España antes del juicio, aprovechando uno de los permisos carcelarios que le fueron concedidos por un juez. Esa diferencia de criterio parece aconsejar que la proporcionalidad que se solicita en la sanción a los reclusos sea también aplicada por los jueces en sus iniciativas ante denuncias de los internos contra los responsables penitenciarios.
Tal vez no haya otro remedio que ir a juicio oral ante las diferencias entre la versión de los presos y la de la dirección de la cárcel de Sevilla. Pero si el motivo es el temor a que se dé a la fuga antes de la vista, resulta exagerado, casi ridículo, que al responsable máximo de la seguridad de las prisiones se le exija una fianza de 20 millones de pesetas para concederle la libertad condicional.
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