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La nación electromagnética

Cuando en 1874 el Larousse daba entrada al término nacionalismo advertía que se trataba de un neologismo. La idea de nación había irrumpido con el estrago de 1789, al tiempo que la feliz fórmula de la Grande Nation, naturalmente referida a Francia, rompía con la tribalidad y la patrimonialidad del Antiguo Régimen.¿Qué es una nación?, se preguntaba Renan en una, luego famosa, conferencia pronunciada en la Sorbona en 1882. La respuesta a ese interrogante probablemente ha mareado más las conciencias que ningún otro arcano político en el último siglo y pico. Desde el plebiscito diario del pensador francés al volk de Herder, en los dos extremos del voluntarismo y del determinismo políticos, las generaciones no han parado de agitar el problema. Por todo ello y con el propósito de contribuir a enredar un poco más la madeja, cabría proponer una nueva fórmula para decidir qué es una nación. La nación electromagnética.

En el mundo de la hipercomunicación en el que, más que vivimos, nos viven hoy, la nación puede verse representada por la existencia, integrada en un sistema de mensajes que, a partir de una intensidad dada, irradian desde un punto determinado y a la vez convergen en el mismo. Prensa, audiovisuales, teléfono, correo, fax, seminarios, conferencias, saludos e imperativos diversos constituirían la materia prima de ese sistema.

Si, por algún prodigio de la electromagnética, o ciencia similar, fuera posible traducir esa intensidad, concentración y convergencia de mensajes en forma de líneas de luz, podría mos iluminar sobre un mapa la existencia de las naciones reales porque, como haces de comunicación independientes, se ordenan en torno a unas líneas de fuerza, reconocibles como un bordado en una tela, que, a su vez, se distinguen de otros sistemas de mensajes aledaños y también concurrentes.

Veríamos también en, ese mapa cómo los sistemas van cambiando en el tiempo, cómo decrece o aumenta su intensidad, concentración y convergencia, cómo se crean plurisistemas -imperios o proyectos de imperio' que no sólo relacionan entre sí los sistemas nacionales, sino que compiten con ellos tratando de reemplazarlos en cumplimiento de una tersa ley natural, una especie de darwinismo del kilovatio. También en el gran brochazo distinguiríamos una gran mancha pululante de luminosidades que sería el mundo occidental, en contraste con una zona mucho más mate correspondiente al Tercer Mundo, a su vez conectada a la anterior por un flujo de mensajes casi exclusivamente dirigidos del desarrollo al subdesarrollo.

La derrota universal. de la Unión Soviética ha sido, por ello, consecuencia del enfrentamiento entre dos intensidades distintas de luz, entre una modesta lámpara de Edison y los haces neónicos más potentes que la industria del capital haya sido capaz de crear en Occidente.

Al disponer sobre el mapa de Europa esa gigantesca bombillería, hallaríamos dibujado un perfil bastante científico de dónde están y cuáles son las naciones, de cómo se extinguen, de cómo se crean, de cómo se combaten. La III Guerra. Mundial de la luz comenzó ya hace algún tiempo.

Probablemente Francia seguiría siendo la primera nación europea, presentada como una masa escueta pero razonablemente compacta y con un único gran punto de convergencia e irradiación: París; Gran Bretaña pasaría por una época de restricciones, pero, a cambio de ello, sus conexiones lumínicas. con el continente americano compensarían el clima de apagón insular; Alemania, tras un largo periodo en el que aparecía bien electrificada, pero ello gracias a un gran sistema de focos exteriores, habría procedido en los últimos años a una rápida nacionalización de la red, y en tiempo muy reciente habría intensificado la potencia de sus mensajes, procedentes, con todo, no de uno sino de dos grandes centros situados en Berlín y Bonn.

¿Y España?

Hasta el cambio de siglo, el sistema de mensajes interiores y exteriores que producía la Península indicaba, con la modestia lumínica propia de la época, que sólo dos naciones compartían la antigua Iberia: España y Portugal. Desde, grosso modo, la I Guerra, sin embargo, un subsistema con su centro en Barcelona había comenzado a dibujarse en la esquina noreste del país; con los años, ese embrión de tendido peculiar había ido cobrando fuerza hasta verse sumergido en un intenso Big Bang a final de la década de los treinta. Durante la mayor parte de los 40 años siguientes veríamos cómo se establecía, en cambio, una gran mensajería centralizada que extinguía todo resplandor concurrente.

En ese lapso de tiempo, el noreste de España, Cataluña, se veía sometida a un intenso bombardeo de mensajes de frecuencia: constante y luminosidad denodada; lo que faltaba, pese a todo a la intentona, era reciprocidad. El flujo de ida no suscitaba o apenas producía retorno.

Desde fines de los años setenta, por el contrario, el mapa electromagnético peninsular ha sufrido notables modificaciones. Allí donde en los años treinta se había insinuado lo peculiar, se está creando ahora a marchas forzadas un competente tramado de luz de nuevo con su centro en Barcelona. Ese sistema, sin duda menor, pero en absoluto subsistema, irradia hoy sus mensajes con una gran imparcialidad geográfica, hasta el punto de que su conexión con el resto del país no es especialmente más intensa que en otras direcciones. Paralelamente, los mensajes de llegada a tal parte del antiguo país son ahora de una luminosidad vacilante.

En los años setenta, a las puertas de la recuperación de la democracia, había nacionalistas catalanes que se lamentaban de que el triunfo de España, o lo que era lo mismo, según estas voces, la desnacionalización de Cataluña, pareciera, inevitable por el masivo advenimiento de los audiovisuales. La potencia del mensaje les hacía temer una uniformización peninsular, la nivelación nacional por abajo, de igual forma que, se decía, se estaba produciendo la americanización del mundo occidental. Lo cierto es que la falta de retorno hacía básicamente inútil el trabajo del modesto rodillocompresor de lo español, entendido en este caso como lo puramente castellano. La televisión no sólo no españolizó Cataluña más de lo que habían podido hacerlo los falangismos del tiempo de Franco, sino que, muy diferentemente, la instalación de los centros emisores de la autonomía sí que está obteniendo ahora un retorno que no juega ningún papel en favor de la creación de una nación común, sea la hispano-castellana en la versión de antaño, o la abstracto-española, según correspondería a esa idea apenas enunciada de España como nación de naciones, que nadie se ha molestado en desarrollar.

La tremenda paradoja actual es la de que cuando las naciones tienen a su servicio todos los medios de la tecnología electromagnética para trabarse más de lo que jamás lo hayan podido estar con anterioridad, esos mismos medios proveen del antídoto a aquellas comunidades que no quieran verse fagocitadas por el cuadro-marco inmediato y superior, y, al mismo tiempo, construyen un contexto en el que las uniformidades mundiales tienden a extenderse. Cuanto más fácil es construir una nación electromagnética, cruzada como está de mensajes internos que relacionan a todas sus partes entre sí, más fácil es también abandonarse a una cosmología universal entendida como una síntesis del magma de influencias exteriores. A más nación, por tanto, en lo interior, en lo naturalmente relacionado por la lengua, la costumbre, quizás la religión, seguro por el ejercicio próximo del poder, corresponde menos nación ,en lo exterior, en lo teórico, en la relación general del ancho mundo.

Lamentable o afortunadamente, según quien opine de ello, donde cada día hay menos espacio para inventar nuevas realidades o transformar aquellas que siempre han parecido inacabadas es en esa media distancia en la que se encuentra España. Este país está mucho mejor trabado no digamos ya que la difunta Yugoslavia, y tiene mucho más pedigrí que numerosas invenciones de reciente y atropellado marchamo, pero, por llegar obstinadamente tarde a las grandes citas de la modernidad europea, se encuentra hoy en la nada envidiable posición de tener que reinventarse en la única forma democrática que le es accesible, la de la institución de la plurinacionalidad dentro de lo compacto, cuando todo juega ya en contra de esa creación.

La nación electromagnética está velozmente en marcha. Pero este nuevo siglo de las luces apenas alumbra en favor de una hipotética y futura idea de España, también conocida por esa cursilería de Estado español.

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