El tren de la vida
Rudolf Hametóvich Nureyev nació en un tren cerca del lago Baikal, en Irkutsk, el 17 de marzo de 1938. Sus padres, modestos campesinos de origen tártaro reubicados en una ciudad de la Siberia soviética, hicieron que el chico practicase folclor. Aquel muchacho rubio pajizo, con rasgos más cerca del errante mogol, tenía un destino diferente. Había nacido en un tren y su vida sería como un eterno viaje en busca de la perfección.Esquivo, cariñoso con sus íntimos, imprevisible, tenaz, díscolo, pedante con periodistas y extraños, Nureyev ha sido la estrella de la danza por antonomasia y rendición de balletómanos, críticos y público. Poseía la técnica, pero también el genio interior, la maldad de transmitirlo con una rara elocuencia donde también estaba contenida una fuerte dosis de sensualidad. Su figura, viril y suave, era capaz de encantar hasta a quienes aborrecían el ballet. Lo mismo se decía de Nijinski, de Vestris, de Balon, yendo hacia atrás; el ruso de Irkutsk entronca directamente con el parnaso más alto, un altar de verdaderos dioses del arte.
Nureyev estudió en Leningrado unos pocos años junto a un mago, Alexandr Ivánovich Pushkin. De alguna manera alquímica y misteriosa, este hombrecito que bebía como un cosaco, fumaba como una locomotora y nunca encontraba nada bien hecho metió entre las neuronas de Rudolf el afán de bailar hasta la muerte, de entregarse a la danza como destino.
Años de apogeo
Cuando, el 17 de junio de 196 1, Nureyev pide asilo político, estaba salvando no sólo su vida personal al cambiar de vía su tren, sino al ballet masculino de su era. Estaba en un primer apogeo, un momento especial en los bailarines, donde la musculación estalla de vitalidad, de triunfo interior, de fuerza salvaje. Desbordó expectativas, levantó teatros, provocó aullidos y éxtasis, e incluso revivió carreras que se creían perdidas, como la de Margot Fonteyn. La pareja fue un ejemplo de íntima complicidad que además regaló a la danza bellísimos momentos.
Vivió para vivir. No se privaba de nada. Coleccionaba lo que le apetecía, desde pinturas decadentes del XIX a tapices; le gustaba el vino blanco, la noche, los hombres hermosos y una intensidad que no debía terminar nunca.
Hay quienes le censuraron bailar pasado de edad. Hoy todo eso es una anécdota que en nada empaña su leyenda. Incluso es de agradecer que hiciera a toda costa su voluntad, una manera estoica de aborrecer las normas. y justificarlo con el talento.
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