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Los Reyes más pobres de la Tierra

La cabalgata de Madrid se quedó sin caramelos antes de llegar a la mitad del trayecto

Francisco Peregil

Comenzar un reportaje hablando de los efectos de la crisis económica resulta, a estas alturas de 1993, un tanto cansino y recurrente. Si además, el relato en cuestión versa sobre la cabalgata de Madrid, la cosa se vuelve aberrante. Pero así es la vida. Los Reyes Magos y sus cortesanos repartieron ayer muchos besitos, inmejorables deseos, pero poquísimas prebendas. Un redactor de este periódico emprendió, vestido de paje al lado del rey Melchor, el itinerario de una de las cabalgatas más multitudinarias del país. Sin caramelos que regalar se pasa mal.

Media hora antes del comienzo, cientos de niños ya ensayan sus primeras frases ante los representantes del poder. ¡Mira, un paje!, le dicen los padres señalando a las Figuras con leotardos blancos y sombrero de pluma. Y los niños se acercan con sobres bien selladitos para que el paje se los entregue al rey. Y en las cartas se leen topicazos de toda la vida que, pese a ello, o quizás por ello, provocan, con la imagen reciente de las naricillas enrojecidas por la intemperie, escalofríos de ternura: "Querido rey, mentiría si te dijera que no me peleo con mi hermano (...)"; o bien: "Me llamo Altor, y vivo, como ya sabéis, en Doctor Laguna, 2".Te dicen el nombre y los apellidos como la tabla de multiplicar. Marialuisagomezortega. Y al despedirse, después de un besito, recalca lo de Ortega, que después los Reyes olvidan el apellido y pasa lo que pasa.

No es de extrañar que hasta sus majestades se dejaran arrullar por tanta franqueza y que el rey Baltasar, el negro, alias Angel Matanzo España, concejal del PP por la gracia de Manuel Fraga, se abrazara a un periodista diciéndole: "Perdonadme mi soberbia".

En ese ambiente, el rey Gaspar, conocido como Felix López Rey, concejal de IU abonado a la monarquía -es el único edil de su grupo que acepta el cargo de mago año tras año-, en ese ambiente, decíamos, Gaspar no se podía enfadar porque su colega Melchor le dijera, mientras le colocaban la peluca roja, que parecía un travesti del paseo de Rosales.

Todo estaba listo, eran las seis de la tarde y sólo quedaba arrancar los tractores. Salir del parque del Retiro y encontrarse miles de caras redondas protegidas como mandarinas en gorros siberianos es una de las experiencias más fascinantes que puede aconterle a una persona.Dan ganas de bajarse de la carroza, saludar a todos los niños uno a uno, preguntarles si han sido buenos y si no le van a pegar más al hermanito, obsequiarle con uno o doscientos caramelos, según se tercie, compartir la típica sonrisa cómplice con los padres, un besito aquí, otro allá, y hasta otro año, mocoso.Es algo grandioso. Y, sin embargo, a los cinco minutos, uno se acostumbra a ver las mandarinas con sus dueños y al griterío indescriptible; de tal forma que cuando la caravana de Oriente bordea la puerta de Alcalá, la borrachera de tanta ingenuidad y esperanza acumulada por metro cuadrado hace pensar en el dolor de la espalda, resentida de la postura incómoda, el frío y hasta en saldar las deudas con el fontanero. Máxime cuando los niños extienden las manitas enguantadas, subidos en hombros, cabinas de teléfonos, barandas y todo lo que sea subible, pidiendo caramelos, y sólo cabe la posibilidad de ondear una bolsa de plástico vacía para que comprendan. Resulta desagradable no poder hacer feliz a tanta gente -los padres y las abuelas disfrutan más que ellos- con algo tan barato como una golosina. Esos brincos que dan los críos para parar con un ojo, con la oreja o con el pecho los caramelazos que les lanzan no tienen precio.Daba la sensación de que el Ayuntamiento se empeñó en que los chiquillos memorizasen el nombre de Solchaga. Lo peor no fue que los Reyes no se presentaran entre las chepas de tres camellos; ni que las carrozas pareciesen diseñadas en Esparta con el loable propósito de que sus majestades se apearan de las carrozas para recorrer el trayecto andandito y ligero, o bien haciendo autoestop: lo peor fue que a los cinco minutos de comenzar la cabalgata no le quedaban caramelos ni siquiera al rey Melchor, que responde también al nombre de Leandro Crespo, concejal socialista, según sostiene.Gritos y plegariasY mira que los chicos, muy entregados a su papel de pajecillos, y tal vez condicionados por la imponente hilera de Bancos que acechan en la calle de Alcalá, administraban de forma inmejorable la mercancía. De la bolsita con unos 100 caramelos que le tocó repartir a cada uno, echaban mano cuando los gritos -"Meeelchorrr, por favorrrrr"- se transformaban en plegarias.Sólo hay una imagen semejante a la felicidad que rezuma la cara de un niño al atrapar un caramelo: la de otro niño, montado junto a un rey mago, tirando esas golosinas. Pues nada: unos y otros -los de arriba y los de abajo- se contentaban con saludarse como si se hubieran tratado toda la vida. Muy bonito.

Números que hablan y Magos que no callan

La elocuencia de las cifras informa sobre el declive de la cabalgata madrileña: el año pasado había 600 kilos de caramelos para repartir entre unas 500.000 personas. Este año acudió el mismo número de testigos, pero sólo se llevaron 300 kilos de chucherías.Hace cuatro años, el Ayuntamiento decidió invertir 80 millones en las tres horas que duró la cabalgata. El año pasado, el recorte dejó a los Reyes con sólo 30 millones de pesetas. Ayer sólo se gastaron 20 millones de pesetas. En vez de cara rnelos, los Reyes tuvieron que prodigarse en saludos y fervorosas promesas. Los niños no protestaron.Cuando el ingenioso rey Melchor, al cabo de dos horas de peregrinaje, se asomaba a la puerta del Sol, y el rey Melchor, doctorado en chistología verde durante 364 días al año, vio unas 10. 000 personas aclamándole, exclamó: "¡Soy un líder! Sin un so lo caramelo que repartir, y hay que ver cómo me quiere el pueblo".

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Sobre la firma

Francisco Peregil
Redactor de la sección Internacional. Comenzó en El País en 1989 y ha desempeñado coberturas en países como Venezuela, Haití, Libia, Irak y Afganistán. Ha sido corresponsal en Buenos Aires para Sudamérica y corresponsal para el Magreb. Es autor de las novelas 'Era tan bella', –mención especial del jurado del Premio Nadal en 2000– y 'Manuela'.

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