España ante un mundo en transformación
Dentro de pocos meses, el Club de Roma va a celebrar sus primeros 25 años de existencia. Entretanto se ha generalizado en el mundo la idea de la interdependencia y se reconoce la gran complejidad e incertidumbre que domina nuestro tiempo.Actualmente nos estamos moviendo entre un pasado que se derrumba y un futuro incierto que anuncia, de forma perceptible, el final de una era y el amanecer de una nueva sociedad, de perfiles aún desdibujados. En todo caso, ahora se plantea la difícil transición hacia una sociedad global, interdependiente y orientada hacia una creciente mundialización en todos los órdenes.
Por todo ello, el Club de Roma subraya, hoy como ayer, que la solución de los grandes y complejos problemas del mundo exigen una visión global y un orden mundial mejor.
Sin embargo, para empezar, un orden mundial más justo requiere en el seno de cada sociedad unos modos de gobierno mejores o incluso completamente nuevos, tanto en el plano público como en el privado, para que se haga posible y fructífero el diálogo, el pacto y la cooperación de todos los agentes sociales de los respectivos países, comunidad de Estados y del mundo.
En consecuencia, todos estamos obligados a contribuir con respuestas y acciones, desde esta difícil coyuntura, para promover un nuevo estilo de vida que supere la actual economía del consumismo y del derroche y haga viable el desarrollo sostenible para poder subvenir a las necesidades de la humanidad, a la vez que proteja el medio ambiente, así como para conformar unos objetivos viables e ilusionantes para las futuras generaciones.
Tal es el esfuerzo que se necesita por parte de todos los ciudadanos en una democracia crecientemente participativa, para que pueda florecer una nueva sociedad civil que ofrezca como metas un mayor bienestar material ambientalmente viable y, sobre todo, un vigoroso desarrollo humano, tanto más que a partir de un cierto nivel de crecimiento físico no se puede aspirar al continuo aumento lineal de las economías.
Por tanto, en la coyuntura actual, España tiene ante sí la más extraordinaria oportunidad y la mayor responsabilidad histórica de asumir un nuevo papel,, más importante aún y mucho más noble que el que ha protagonizado desde hace 500 años.
Ahora se trata de recuperar el tiempo perdido para superar las muchas brechas aún existentes en el seno de España y en el conjunto de los países; de contribuir a compensar el inmenso daño medioambiental ocasionado; de aprovechar el extraordinario patrimonio cultural y científico de la humanidad; de innovar y de anticiparnos en aras de un nuevo estilo y calidad de vida; de motivar un nuevo liderazgo responsable en el marco de una nueva gobernabilidad al servicio de un orden mundial más justo, y de asegurar un futuro mejor para los ahora jóvenes y para las generaciones futuras.
En ese empeño, el primer objetivo tiene que ser la consolidación y el perfeccionamiento de nuestro sistema democrático, asegurando por todos los medios una mayor y más eficaz participación de todos los sectores de la sociedad, no sólo a la hora de las elecciones, sino también a, lo largo de los periodos legislativos, para poder aportar opiniones y conocimientos en la formulación de soluciones, tanto más a la vista de los rápidos cambios en marcha que modifican sustancialmente las bases iniciales de tantos programas políticos electorales. Junto a ello, empieza a ser no sólo exigible, sino también inexcusable que cada propuesta programática concreta venga acompañada de una estimación medible de sus consecuencias a medio plazo en todos los órdenes o, al menos, de un escenario ecosocio económico de futuro, respecto del propio país y de sus repercusiones transnacionales, que facilite una mejor comprensión de la opción planteada y haga posible una futura evaluación social y política de sus resultados, frente a promesas improvisadas y voluntaristas. De este modo, el poder legislativo contribuiría progresivamente a una verdadera acción de Estado, plenamente coherente con un mundo interdependiente, de soberanías compartidas, auscultando continuamente la opinión ciudadana, además de informarse regularmente sobre los avances del conocimiento a través de instituciones académicas y científicas. Además, la necesaria formulación de políticas a largo plazo junto a programas a corto permitiría y aun obligaría, a su vez, el correspondiente control parlamentario desde ambos enfoques, coadyuvando a superar el techo intelectual de muchos debates y la excesiva disciplina partidista.
Por su parte, un poder ejecutivo así asentado, sobre la fuerza moral de una visión más amplia y con el aliento y control de ese poder legislativo, consolidaría el sistema democrático.
Si a lo anterior se suma un poder judicial totalmente independiente, eficaz y ágil, no sólo se garantizaría el perfeccionamiento del funcionamiento del Estado, sino también su definitiva estabilidad y el mayor atractivo para un desarrollo armónico, a largo plazo y con proyección universal.
Enesa perspectiva, la Corona encarnada por nuestro Rey ha de prestar otro de los muchos grandes servicios para la convivencia, estabilidad y desarrollo de España, después de haber logrado la extraordinaria y ejemplar transición política reciente. Ahora se trata de garantizar la gran transición hacia ese mundo del siglo XXI, mutuamente comprometido y compartido, sin mengua de la afirmación de la propia identidad. La España de hace cinco siglos, crisol de pueblos y culturas, descubridora del continente de la esperanza, además de conquistadora y civilizadora a través del universo, pero también expoliadora y depredadora al triste estilo de aquella época, tiene ahora la oportunidad de asumir una nueva empresa de proyección universal, de cara al siglo XXI o del horizonte de un soñado próximo nuevo V Centenario, en un empeño dedicado a la cooperación solidaria con los demás países, en pie de igualdad, y dentro del espíritu y la garantía de continuidad propios de nuestra Monarquía constitucional.
Ese proyecto, cargado de oportunidades, no puede limitarse a la Europa comunitaria a la que pertenecemos, sino extenderse a la verdadera gran Europa -que engloba también a los países del Este-, a la Iberoamérica que da sentido a nuestro pasado y a nuestro futuro común, y a todos los países mediterráneos. Pero también tiene que extenderse con fuerza a la África profunda y marginada, y a la inmensa Asia de las grandes culturas milenarias y del gigantesco empuje material en nuestros días, a pesar de lo cual seguirnos olvidándola en gran medida.
La España necesaria para el siglo XXI tendrá que ocuparse de proteger el medio ambiente en su propio territorio y allende los mares, frente a la inmensa suma de los pequeños errores humanos cotidianos que entre todos cometemos. Todo ello, aparte de constituir una ambiciosa y grave tarea, también representa un amplísimo ámbito prioritario de cooperación económica y de actividad de futuro, a condición de saber orientar todos los campos del conocimiento y de la creatividad innovadora para la solución eficaz y económica de esos problemas, así como para la producción de alimentos, bienes y servicios, con procesos competitivos y tecnologías apropiadas para un desarrollo sostenible.
Esa España del futuro también tendrá que saber defender plenamente su integridad y sus derechos, empezando por asu-
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