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Empresarios, financieros y hombres de negocios

Antón Costas

A Juicio del articulista, a la política económica le falta ambición industrial. Pero definir lo que queremos ser en el terreno industrial y ponerlo en marcha no es sólo responsabilidad del poder político. Es urgente promover un debate social que permita definir qué es lo que anhelamos y los medios necesarios para conseguirlo.

El mundo empresarial al español ha experimentado una profunda mutación a partir de los años ochenta. Una mutación que ha modificado el origen de la riqueza, la composición de la clase empresarial, los valores y comportamientos del empresariado y su reconocimiento social.En estos últimos años ha crecido de forma espectacular el número de los que han obtenido o aumentado su fortuna mediante operaciones financieras y especulativas, mientras que, por el contrario, ha caído también de forma acusada la proporción de los que la obtuvieron del beneficio derivado de actividades industriales.

El modelo de "empresario con éxito" ha dejado de ser el vinculado a un proyecto industrial o bancario a largo plazo, generador de beneficio para el empresario y de empleo y riqueza para la sociedad. Ahora el éxito empresarial se vincula a la figura del hombre de negocios o del financiero que con una operación especulativa a corto plazo o con un golpe de suerte consigue plusvalías espectaculares.

Este cambio en la composición del colectivo empresarial va acompañado de un cambio profundo en las actitudes y comportamientos económicos y sociales. La tradicional discreción y hasta ocultación de la riqueza característica de los empresarios y banqueros ha sido reemplazada por una ostentación manifiesta de la riqueza y por la búsqueda desenfrenada del reconocimiento social y político.

Asimismo, la sensibilidad por "lo social" propia de la actitud paternalista del empresario industrial, ha sido sustituida por la autosatisfacción que mueve al financiero y al hombre de negocios, convencido de que su éxito es la contrapartida a su inteligencia y habilidad para moverse en las nuevas condiciones de una economía cada vez más dominada por las transacciones de carácter financiero.

Por último, también lleva aparejado un cambio importante en los comportamientos empresariales. El éxito empresarial está basado en la consolidación de un proyecto productivo, en el trabajo bien hecho, en la constancia, en la cooperación de los trabajadores, técnicos y directivos.

Por el contrario, el éxito del hombre de negocios se apoya en la búsqueda y el manejo de información privilegiada, en el establecimiento de una buena red de relaciones con el poder, en prácticas que frecuentemente se sitúan o traspasan las fronteras de la legalidad, en conductas generalmente poco concillables con la ética y que generalmente son lesivas para gran parte de los accionistas, para los trabajadores y para el interés general.

Cultura especulativa

En definitiva, la búsqueda de plusvalías ha reemplazado a la búsqueda del beneficio. Como consecuencia, una cultura especulativa y financiera se ha impuesto a la cultura empresarial.

Este fenómeno no es exclusivo de la economía española. Pero en nuestro país ha alcanzado una extensión e intensidad alarmantes. Las causas son tanto históricas como cercanas. Por un lado, la sociedad española aún no ha conseguido desprenderse del todo de la vieja tradición especulativa e inflacionista que surge con la revolución de los precios asociada a la llegada del oro de las colonias americanas y que nos ha acompañado hasta la actualidad.

Pero son más importantes las causas cercanas. En este sentido, hay que recordar la situación de crisis industrial y deterioro financiero en que se movían las empresas españolas a principios de los años ochenta y el pesimismo derrotista de los empresarios, cansados de lidiar con la crisis de los setenta y agobiados por la incertidumbre que introdujo la integración de España en la CE. Estos factores facilitaron la aparición de dos fenómenos coincidentes en sus resultados.

Por un lado, la aparición de aventureros financieros y hombres de negocios que fueron recibidos como nuevos midas. Estos personajes se lanzaron a la adquisición o fusión de empresas cuyo valor de mercado era inferior a su valor real y que disponían de activos que una vez segregados de la actividad empresarial eran una excelente fuente de rentas.

Este fenómeno de "tiburoneo" vino acompañado por otro similar. La compra por parte de ejecutivos de empresas que regentaban (buy-outs). En la mayor parte de los casos, estas operaciones han resultado un completo fracaso y sólo han servido, como en el caso de muchas fusiones, para garantizarse su posición y sus rentas, mediante la fijación de elevados salarios, el cobro de comisiones o la autofirma de sustanciosos contratos "blindados" que garantizan sus ingresos en caso de despido o salida de la empresa.

Lo más significativo de estos dos fenómenos financieros es que se llevaron a cabo prácticamente del mismo modo: tomando dinero prestado de la banca con la garantía de la propia empresa que se adquiría. Esta práctica de "apalancamiento", en la que la gran banca ha entrado en muchos casos de forma irresponsable con la pretensión de participar también de las plusvalías, ha provocado y provocará la ruina de muchas empresas e importantes fallidos para la banca. Las empresas han sido descapitalizadas con la segregación y venta de activos y puestas en situación de quiebra como consecuencia de un endeudamiento que hace que los gastos financieros sean superiores a los recursos que generan. Estamos comenzando a ver los resultados de toda esta "ingeniería financiera": quiebras, suspensiones de pagos, morosidad bancaria, pérdida de empleos. Y detrás vendrá la inevitabilidad de dedicar contingentes importantes de recursos públicos para salvar los restos del naufragio.

Es difícil maquinar un plan más dañino para la economía y la sociedad española. Por ello, no deja de sorprender el observar cómo estas prácticas no han encontrado hasta ahora la sanción y el rechazo social y político que cabría esperar dado el efecto perverso que tienen sobre el patrimonio empresarial, sobre la capacidad de progreso material y el grado de cohesión social necesario para llevar adelante las políticas favorecedoras de la competitividad, y el crecimiento económico.

Como ha señalado con su habitual agudeza el economista Albert O. Hirschman, el apoyo social a esas políticas será tanto más duradero cuanto mayor sea la tolerancia y la simpatía con la que el conjunto de la sociedad ve a los que mejoran social y económicamente. Pero esa tolerancia será de corta duración y puede sufrir cambios bruscos cuando los que mejoran son percíbidos corno un grupo cerrado y lesivo para el interés general.

Giro social

Esto es lo que ha sucedido en España en la segunda mitad de los años ochenta, cuando una parte de la sociedad comenzó a pensar que sus sacrificios en favor del crecimiento eran apropiados por las actividades especulativas de los financieros y hombres de negocios. De ahí que comenzaran a retirar su apoyo a la política económica y reclamasen un "giro social" a la política pública.

Ese cambio de tolerancia social hacia las políticas favorecedoras de la función empresarial está detrás de la huelga general de diciembre de 1988 y de la agudización del conflicto social en que vive la economía española desde esa fecha.

Sería, sin embargo, maniqueo y exagerado atribuir la amplitud e intensidad alcanzada por la especulación financiera a la política pública. Ya he dicho que no son fenómenos exclusivos de nuestro país. Y también he puesto de relieve el papel jugado en muchos casos por los propios ejecutivos deseosos de preservar su posición y sus rentas.

Fortuna rápida

Pero, sin duda alguna, la política económica practicada desde la segunda mitad de los años ochenta tiene una responsabilidad cierta.

En primer lugar, es difícil olvidar el incentivo que para estos comportamientos pudieron significar las palabras del ministro de Economía cuando afirmaba que España era el país donde los inversores extranjeros podían hacer fortuna más rápidamente. Estas palabras reflejan la falta de control con que se acogían tomas de posiciones en empresas cuya naturaleza era más especulativa que productiva. A esta extensión de la especulación ayudó asimismo una política antiinflacionista que al apoyarse únicamente en la restricción de la cantidad del dinero elevó de forma exagerada los tipos de interés, desalentando las inversiones empresariales en beneficio de las financieras.

En segundo lugar, y más importante, a la política económica le ha faltado sensibilidad industrial. En este terreno ha dominado una no sé si ingenua, dogmática o perezosa creencia de que si se dejaba operar al mercado la crisis industrial y el desánimo empresarial acabarían por resolverse. Pero, como hemos visto, el mercado, en muchos casos, no es sino simple aventurerismo de personajes sin tradición ni intereses industriales a largo plazo.

A la política económica le falta ambición industrial. Si España quiere progresar y estar en el grupo de cabeza de los países desarrollados necesita acabar con la inhibición en este terreno. Pero definir lo que queremos ser en el terreno industrial y ponerlo en marcha no es sólo responsabilidad de] poder político. Es necesario y urgente promover un amplio debate en la sociedad española que permita definir qué es lo que queremos ser en el campo industrial y los medios necesarios para conseguirlo. Sólo así será posible acabar con las prácticas especulativas y promover un programa de recuperación económica basado en la estabilidad y en el fomento de las actividades productivas que cuente con el apoyo del conjunto de la sociedad española.

Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica en la Universidad de Barcelona. Miembro de la Junta Directiva del Círculo de Economía.

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