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PIEDRA DE TOQUE Naciones, ficciones

Mario Vargas Llosa

Desde que le conozco, hace ya muchos años, el historiador chileno Claudio Véliz organiza congresos. En los sesenta, tenía su oficina en Chatham House, junto a la de Arnold Toynbee, y llevaba a Londres ideológicos economistas y antropólogos latinoamericanos para que verificaran su incapacidad de entenderse con los pragmáticos ingleses. A mí me invitó a una de esas reproducciones de la Torre de Babel y me divertí muchísimo.Como la historia a la que se dedica, Claudio Véliz se ha vuelto planetario y ahora dirige La Conversazione, certamen tricontinental que lleva y trae intelectuales por Oxford, Melbourne y Boston para que dialoguen sobre todos los temas imaginables. El que acaba de celebrarse versaba sobre el nacionalismo, tema al que confiere actualidad el que, de pronto, viejas naciones hayan comenzado a desintegrarse y otras a reconstruirse o a inventarse, en Europa, Asia y África, en una vuelta de tuerca más de este espectacular fin de milenio.

La exposición que me tocó comentar fue la del profesor Roger Scruton, ensayista sutil, que ha encontrado para defender la idea de nación argumentos más elaborados que los que habitual mente se escuchan en boca de sus valedores. Ella, según el profesor Scruton, resulta de un sentimiento comunitario parecido -aunque mucho más rico- al de la tribu, esa fraternidad de la primera persona plural, el nosotros, que incorpora a los muertos y los aún no nacidos a la sociedad de los vivos como miembros de pleno derecho. El lenguaje, la religión y la tierra que se comparten fundan el sentimiento nacional. Pero lo enriquece e inmortaliza la escritura, cuando, como el latín, el hebreo, el árabe y el inglés en que se volcó la Biblia de King James I, cuaja en textos religiosos representativos a través de los cuales los vivos dialogan con sus ancestros y descendientes. Una comunidad así cimentada se emancipa de la historia, adquiere una permanencia metafísica anterior y más profunda que la constitución del Estado, fenómeno moderno que -cierto que sólo en casos privilegiados- calza, como un guante que se ciñe a una mano, a la nación.

Pero todavía hay más argamasa para solidificar esta estructura, en el caso de Europa. Sus naciones heredaron el mayor logro del imperio romano, un sistema de leyes para la resolución de los conflictos, universal e independiente de la arbitrariedad de quienes gobiernan. Esta herencia ha sido particularmente fecunda en el caso británico, donde ha creado "una fuerza gravitacional de jurisdicciones territoriales" a cuyo amparo se resuelven los conflictos, W legalizan los contratos, se fortalecen las instituciones y se vive una seguridad y una libertad que establecen intensos vínculos solidarios entre los integrantes del nosotros nacional, un instinto para saberse y sentirse distintos de los demás, de ellos.

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Sospecho que al profesor Roger Scruton le deja frío el que su delicado mecanismo conceptual para describir lo que es una nación pueda aplicarse sólo a una de ellas -GranBretaña- y que todas las otras del mundo resulten excepciones. El es esa rara avis de nuestra época: un conservador inteligente y sin complejos de inferioridad. Siempre lo leo con interés, y a veces con admiración, aunque a menudo sus ensayos y la provocadora revista que dirige, The Salisbury Review me sirvan para comprobar las distancias que describió Hayek entre un conservador y un liberal.

Su tesis se parece a un bello sofisma, una atractiva creación intelectual que, como ocurre con las ficciones, se hace trizas al pasar la prueba de la realidad. No tengo nada contra las ficciones, dedico mi vida a escribirlas y estoy convencido de que la existencia sería intolerable sin ellas para el común de los mortales. Pero hay ficciones benignas y malignas, las que enriquecen la experiencia humana y las que la empobrecen y son fuente de violencia. Por la sangre que ha hecho correr a lo largo de la historia, por la manera como ha contribuido a atizar los prejuicios, el racismo, la xenofobia, la incomunicación entre pueblos y culturas, por las coartadas de que ha provisto al autoritarismo al totalitarismo, al colonialismo, al genocidio religioso y étnico, la nación me parece un ejemplo prístino de fantasía maligna.

Una nación es una ficción política impuesta sobre una realidad social y geográfica casi siempre por la fuerza, en beneficio de una minoría política y mantenida a través de un sistema uniformizador que, a veces con mano blanda y a veces dura, impone la homogeneidad al precio de la desaparición de una heterogeneidad preexistente e instala barreras y obstáculos a menudo insalvables para el desarrollo de una diversidad religiosa, cultural o étnica en su seno. Muchos se escandalizan ahora con las operaciones de limpieza racial y religiosa de serbios contra bosnios en la desaparecida Yugoslavia, pero la realidad es que la historia de todas las naciones está plagada de salvajismos de esa índole, que, luego, la historia patriótica -otra ficción- se encarga de ocultar. Esto ha ocurrido no sólo en Nueva Guinea y Perú -dos naciones que Scruton menciona con escepticismo-; también en las más antiguas y respetables comunidades imaginarias, como las llama Benedict Anderson, aquellas que por su longevidad y poderío parecen haber nacido con la espontaneidad y rotundidad de un árbol o una tormenta.

Ninguna nación surgió naturalmente. La coherencia y fraternidad que algunas pocas todavía lucen esconden también, bajo las embellecedoras ficciones -literarias, históricas, artísticas- en que cifran su identidad, sobrecogedoras realidades. También en ellas fueron demolidas, sin piedad, aquellas "contradicciones y diferencias" -credos, razas, costumbres, lenguas y no siempre de minorías- a las que la nación, como el Calígula de Camus, necesita eliminar para sentirse segura, sin riesgo de fragmentación. Y no sólo esa multitud de naciones africanas y americanas resultantes de las estrambóticas demarcaciones impuestas a esos continentes por los imperios coloniales tienen una estirpe tan arbitraria y artificial como Jordania, país inventado por Winston Churchill "un sábado en la tarde, en primavera", según su célebre boutade.

La diferencia reside en que las viejas naciones parecen más serias, necesarias y realistas que las nuevas porque, como a las religiones, además de una abundante literatura, parecen convalidarlas los mares de sangre que vertieron e hicieron correr. Pero esto es un espejismo. Pues lo cierto es que, en contra de los supuestos en que apoya sus conclusiones Roger Scruton, lo extraordinario es que, pese a los tremendos esfuerzos desplegados por las más antiguas naciones para crear ese denominador común, el nosotros protector y aislacionista, lo que resulta cada día más evidente en ellas son las irresistibles fuerzas cen

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Naciones, ficciones

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trífugas que desarian en todas ese mito. Ocurre en Francia, en España, no se diga en Italia y hasta en la mismísima Gran Bretaña. Y, por supuesto, en Estados Unidos, donde el desarrollo del multiculturalismo espanta por igual a conservadores como Alan Bloom y progresistas como Arthur Schlesinger, que ven en aquel florecimiento de culturas diversas -africana, hispánica, nativa americana- una seria amenaza contra la nacionalidad (claro que lo es). Con pocas excepciones, las sociedades modernas exhiben una creciente mistura de ellos y nosotros de muy diversa índole -racial, religiosa, lingüística, regional, ideológica- que adelgaza y a veces volatiliza el denominador común geográfico e histórico -"la tierra y los muertos", según Charles Maurras- en que se asienta, desde el siglo de las luces, la idea de nación.

¿Es Gran Bretaña un caso aparte? La verdad, esa sociedad coherente, compacta, integrada, hechura del mar, el clima, el derecho consuetudinario, la religión reformada, el individualismo y la libertad que tan bellamente evocan los escritos de Roger Scruton ¿existió alguna vez? Desde hace 30 años voy con frecuencia y paso largas temporadas en ese país -entre todos, el que más admiro- y lo observo y estudio con una devoción que nunca cesa. Pero aquello que ve Scruton, esa albiónica patria metafísica, yo nunca la he visto. Y, por cierto, mucho menos ahora que en ese invierno de 1962, cuando, nada más cruzado el canal y trepado al tren de Dover, me pusieron entre las manos una taza de té con una biscotela que remecieron mi tenaz incredulidad respecto a las psicologías nacionales.

Gran Bretaña es, hoy, el austriaco Popper y el letón Isaías Berlin y los fundamentalistas islámicos que, en Brighton, queman Los versos satánicos y quieren matar a Salman Rushdie. Y es, también, el paquistaní Rushdie y el indio -trinitario V. S. Naipul, el más británico de los escritores británicos, no sólo por la elegancia de su inglés, sino, sobre todo, porque ninguno de sus colegas lo iguala en esas tradicionales virtudes literarias inglesas: la ironía, la socarronería, el suave escepticismo. ¿Podemos tomar en serio a un nosotros que hermana a Roger Scruton, cuya propuesta política para Europa es resucitar el imperio austrohúngaro, con el líder minero Arthur Scargill, que quisiera establecer la República Socialista Soviética de Gran Bretaña, y con esa barbarie beoda y pintarrajeada de los hinchas a la que he debido enfrentarme cuando he ido a ver jugar al Chelsea Football Club? Mucho me temo que, pese a sus ancestros celtas y normandos y a los míos -atroz mezcla de extremeños con catalanes y con incas-, sea mucho más consistente el nosotros que nos acerca a él y a mí, los dos únicos escritores en el mundo que admiramos a Margaret Thatcher y despreciamos a Fidel Castro.

El nacionalismo es una forma de incultura que impregna todas las culturas y convive con todas las ideologías, un recurso camaleónico al servicio de políticos de todo pelaje. En el siglo XIX pareció que el socialismo acabaría con él, que la teoría de la lucha de clases, la revolución y el internacionalismo proletario permitirían disolver las fronteras y establecer la sociedad universal. Ocurrió al revés. Stalin, Mao, fortalecieron la idea nacional hasta el chovinismo y, luego de la bancarrota comunista, es en nombre del nacionalismo que justifican ahora su existencia regímenes como el de Corea del Norte, Vietnam y Cuba. Ellos alegan que los rígidos sistemas de censura y el aislamiento que practican tienen como meta defender la cultura nacional amenazada por ellos.

Debajo de estos pretextos anida una verdad. Todas las naciones -pobres o ricas, atrasadas o modernas- son hoy menos estables y homogéneas de lo que fueron. Hay un proceso de internacionalización de la vida que, a unas más rápido y a otras más despacio, las va erosionando, carcomiendo esas fronteras levantadas y preservadas a costa de tanto cadáver. No es el socialismo el que perpetra este desaguisado en el mundo. Es el capitalismo. Un sistema práctico -no una ideología- para producir y distribuir la riqueza al que, en un momento de su desenvolvimiento, las fronteras le resultaron obstáculos para el crecimiento de mercados, empresas y capitales. Entonces, sin vocearlo, sin jactarse de ello, sin disimular bajo mayúsculas palabras su propósito -la obtención de beneficios-, el sistema capitalista, mediante la internacionalización de la producción, el comercio y la propiedad, ha ido superponiendo a las naciones otras coordenadas y demarcaciones que crean vínculos e intereses entre los individuos y las sociedades que, en la práctica, desnaturalizan cada día más la idea nacional. Creando mercados mundiales, empresas transnacionales, diseminando el accionariado y la propiedad en sociedades que se ramifican por todas las extremidades del planeta, este sistema ha ido privando a las naciones, en el campo económico, de gran parte de las prerrogativas en que basaban su soberanía. Esto, que ha tenido ya un efecto extraordinario en el campo cultural, comienza a tenerlo, también, en el político, donde los pasos que, aquí y allá, se dan hacia la formación de vastos conjuntos supranacionales, como la Comunidad Europea y el Tratado de Libre Comercio en América, hubieran sido inconcebibles de otra manera.

Este proceso debe ser bienvenido. El debilitamiento y disolución de las naciones dentro de amplias y flexibles comunidades económicas y políticas, bajo el signo de la libertad, no sólo contribuirá al desarrollo y al bienestar del planeta, disminuyendo el riesgo de conflictos bélicos y abriendo oportunidades inéditas para el comercio y la industria; además, permitirá la diversificación y el surgimiento de culturas genuinas, aquellas que nacen y crecen de una necesidad de expresión de un grupo humano homogéneo, aunque no sirvan a una voluntad de dominio político. Paradójicamente, sólo la internacionalización puede garantizar el derecho a la existencia de esas pequeñas culturas que tradicionalmente la nación ha barrido para poder consolidar el mito de su intangibilidad.

Copyright Mario Vargas Llosa, 1992.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diario EL PAÍS, SA, 1992.

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