Debajo de los coches está la calle
Norecuerdo quién dijo que la historia de las grandes ciudades del siglo XIX era la de una enfermedad. La del siglo XX, según ese esquema, seria la de una defunción. Al urbanista utópico del siglo pasado, para quien la ciudad era un espacio donde confraternizaban quienes previamente sé querían, le sucedió el urbanista científico, que trataba de armonizar en ese espacio el amor con las necesidades. Ahora ya no hay urbanistas, sino organizadores, del caos, gestores de la metástasis, forenses que levantan cadáveres de mármol y cuerpos insepultos de cristal.El jueves pasado, este periódico de mostró a doble página que nuestras calles se han convertido en un puro almacén de coches; quizá ni eso: en un almacén, las cosas guardan una sintaxis, un orden, una jerarquía que valora y da sentido al espacio en el que conviven. Lo de esta ciudad se acerca más a la escombrera, al basurero, que es irregular como un hígado y caótico como un cajón de sastre. Los coches se abandonan en cualquier sitio, los camiones descargan a cualquier hora, y las motos se atan a las farolas con cadenas de acero y pan tomate, para que no se escapen.
Decían los utopistas del 68 que debajo de los adoquines estaba la playa. Entre nosotros ya resultaría subversivo gritar que debajo de los coches está la calle. Pero es verdad, la hemos enterrado, y junto a ella yace la percepción que de nosotros mismos nos debería devolver cuando la recorremos. La calle es algo más que una línea que une dos lugares alejados entre sí: es también un camino que a la vez de conducimos al mercado, al quiosco de periódicos o al bar, nos lleva simbólicamente a zonas de nuestro ser que no podríamos alcanzar de otra manera. En la calle, en la puta calle, reside por tanto un fragmento importante de nuestra identidad como grupo y como individuos, una memoria que deberíamos defender de la permanente agresión del automóvil.
Hace mucho tiempo, un señor que se llamaba Arturo Soria dijo que todos los problemas del urbanismo se derivaban del problema de la circulación. Parece mentira que con un diagnóstico tan precoz el paciente se nos haya quedado en el sitio. A estas alturas ya confiamos poco en que nuestros gestores consigan evitar el colapso circulatorio, pero les deberíamos pedir al menos que éste no Regara a necrosar aquellas zonas que, se edificaron cuando aún no existía la trombosis neumática ni la angina de pecho descapotable.
Hubo un tiempo en que para los ideólogos del urbanismo la clave del futuro consistiría en desurbanizar. De ahí nace la idea de la ciudad-jardín, cuyo objetivo último era urbanizar-el campo y ruralizar la urbe. Desde el actual estado de la cuestión da un poco de risa pensar que existió una época en que los arquitectos teorizaban sobre si seríamos más felices en ciudades de 30.000 o 50.000 habitantes, o de si convendría trazar calles interiores y arboladas, sólo para los peatones, y otras exteriores para la circulación mecánica. A los urbanistas actuales les daríamos con gusto el Nobel si descubrieran el modo de desescombrar de automóviles los lugares que fueron pensados para el movimiento de los pies.
Total, que el urbanismo, que en un tiempo fue competencia de los ideólogos, como la política, ha pasado a depender de los gestores, como la política también. Así que no les vamos a pedir ideas, pero deberíamos al menos exigirles un poco de gestión para frenar la congestión. Que estudien un poco y, si eso no les cunde, que se vayan a Bolonia o a Múnich, como ha hecho un redactor de este periódico que ayer mismo nos contaba cómo se lo están haciendo en estas ciudades para salvarse del asedio. Vale.
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