Los límites
Si salgo bien de la autopsia escribiré cosas de amor y de las gentes sabias, bondadosas y dolientes que he conocido en este lugar. Estoy en un sanatorio esperando a que me rajen. Mientras la navaja llega miro los límites del paraíso en el fondo del botellón de suero. Antes de llegar al uso de razón yo era un especialista en bombas, y en el paraíso terrenal las había de todas las marcas, pero a mí me gustaban más las italianas porque se parecían al frasco de colonia que usaba mi madre. Si alguna de aquellas bombas con las que yo jugaba hubiera estallado habría ido directamente al cielo, puesto que entonces yo era todavía un ángel. Antes de llegar al uso de razón sabía que el olor de los conejos iba unido al amor, pero aún había otros perfumes más violentos que precedieron a mi primer pecado, por ejemplo, el vaho espeso que despedía el granero de mis abuelos, donde había unos cañizos con frutas de monte puestas a secar, aquellas serbas de color ocre con motas doradas cuyo arbusto roído por los jabalíes, yo había visto en mis correrías por la peña Espiadora. Éstos eran los límites del paraíso terrenal por mí explorados cuando aún no había alcanzado el libre albedrío y sus trincheras aún conservaban soldados muertos, en los alcornoques se balanceaban los perros ahorcados, pero aquel espacio a su vez tenía todos los perfumes silvestres, flores de una luz violenta y al fondo se abría la circunferencia azul del mar sobre un campo ubérrimo de naranjos. Las trochas de aquellos montes, con sus alacranes de color miel, tenían botas de guerrero llenas de tierra donde había crecido espliego, tomillo, menta y crecía también el laurel, junto a cascos de soldados y macutos abandonados. Durante la infancia yo confundía estos parajes terrenales con los pliegues: de mi propio cerebro, y desde aquellos días de inocencia no me ha abandonado la idea de que la vida de los hombres no es sino un nudo de aromas que se va deshaciendo ante la muerte. Estas cosas pienso mientras llega la navaja de un maestro.
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