Parálisis total
LA PARÁLISIS de la construcción comunitaria es total. Lo evidencia el último Consejo de Ministros de Exteriores celebrado el pasado lunes en Bruselas: la presidencia británica parece menos activa que si estuviera jubilada, Dinamarca se permite el lujo de chantajear a sus socios y la Comisión se ve envuelta en una agria discusión interna sobre la negociación comercial euro-norteamericana.Si no cambia el rumbo, la presidencia de este semestre pasará a la historia como un monumento a la inacción y al desconcierto. Los papeles de Birmingham para Edimburgo no sólo no avanzan; es que no parece haber voluntad política ni siquiera de alumbrarlos. Además, el Gobierno de Major se ha permitido el lujo de aplazar su ratificación del Tratado de la Unión Europea hasta después de que se resuelva la cuestión danesa -¿para otoño de 1993?- Esta decisión parece una enajenación temporal de la soberanía británica en beneficio de Dinamarca, algo bastante contradictorio con los temores atávicos del Reino Unido hacia cualquier proyecto supranacional.
No es ocioso recordar que el acuerdo de Maastricht es un tratado internacional y que todo tratado obliga a las partes contratantes, según el principio acuñado no ya desde que existe el derecho comunitario, sino simplemente el romano: pacta sunt servanda. Bajo el texto de Maastricht figura la firma del premier británico. Este compromiso fue reiterado después en las cumbres de Lisboa y de Birmingham, con la precisión de que era propósito de los Doce ratificarlo en la fecha aconsejada por el propio texto, al iniciarse el año próximo. Y hay que decir que el Gobierno de Major no ha hecho honor a su triple compromiso: inició la ratificación en el Parlamento, pero no ha impulsado el debate en comisión para antes de fin de año. Es, además, por la inanidad con que desarrolla su presidencia -bien denunciada por Francia y España-, el principal responsable de la actual parálisis.
Pero Londres se escuda en Copenhage. Y el Gobierno danés -cuyo presidente, Poul Schluter, firmó también el tratado- ha realizado en la reunión de Bruselas una maniobra de mal estilo al insistir en que "sin nuestro sí no hay Maastrich" para reivindicar un estatuto especial que supone la negación de los principales avances del tratado. De mal estilo, porque este chantaje no se corresponde con el exquisito trato dispensado por sus socios -dispuestos a una relectura del texto en forma de protocolo para facilitarle la labor- desde que el pueblo danés votara contra su Ejecutivo en referéndum.
Es más, salvando la necesidad de tratar de recuperar a los más lentos para lograr la unanimidad -cualquier descuelgue constituirá un fracaso, aun parcial, en la unidad europea-, algún día habrá que contestar que otra relectura del tratado, generosa esta vez con la mayoría, permitiría quizá encontrar una via jurídica para poner en vigor sus disposiciones, aunque fuese a once. Y siempre estaría abierta la vía para que los países más europeístas denunciasen el Tratado de Roma y pusieran en vigor -entre ellos, aunque sean menos- el Tratado de la Unión. Es decir, dar por muerto Maastricht I e iniciar un Maastricht II con quienes estén dispuestos a asumir sus compromisos.
Sería lamentable y difícilmente viable. Hay que evitarlo. Pero no a costa de retrasos exagerados, y de unas presidencias sucesivas que concitan el peligro de dar únicamente pasos atrás, cuando la crisis monetaria, el escenario político de la Europa del Este y la nueva presidencia en EE UU exigen precisamente dar pasos adelante. Este argumento no se utiliza con daneses y británicos, pero ello no quiere decir que vaya a ser así eternamente. La unanimidad que caracteriza el proceso de construcción europea no se ha basado históricamente en bailar al ritmo. del más lento, sino en consensuar equilibrios satisfactorios para todos.
Sería maniqueo atribuir toda la culpa de la parálisis a los más ruidosos. La falta de generosidad alemana en la cuestión monetaria, el excesivo celo francés en la defensa de un proteccionismo agrícola histórica mente en declive y algunos evidentes errores de la Comisión contribuyen al estancamiento. Y éste se revela con más virulencia en períodos de crisis económica y de inestabilidad política como el actual, caldos de cultivo para respuestas ensimismadas y aislacionistas.
Pero también es cierto que la historia no ofrece sus enseñanzas en vano: de las grandes crisis se ha salido siempre con políticas enérgicas (la intervención keynesiana y la creación de la Comunidad tras la II Guerra Mundial; los ajustes consiguientes alas crisis petroleras de los años setenta). Cuando no las ha habido o han sido excesivamente tímidas (el proteccionismo y la descoordinación que caracterizaron a la gran depresión de entreguerras), el repliegue hacia la inacción se ha cobrado demasiadas víctimas.
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