Volver al cementerio
Un amigo que tengo no va a entierros. Los cementerios son para él lugares de depósito de la memoria, pero no de peregrinaje. Y es un hombre de corazón, quizá el más sentimental entre los amigos míos que tienen sentimientos.La última vez que yo fui al cementerio acompañando el cuerpo de un amigo que también lo fue suyo tuve al menos un momento de irritación cuando estaba acabando la ceremonia y yo veía que este amigo común no hacía acto de presencia. Sí, se agradece que el aparato de la muerte sea en la moderna tecnología funeraria rápido y neutro, casi limpio, pero también se siente la decepción de que, siendo la técnica en general tan lábil, no se produzcan fallos, siquiera humanos, que hagan más sinuosa la rutina del escamoteo del cuerpo que tuvo dentro un ser querido, que estorben la entrada del féretro en la boca del horno crematorio, que impidan fraguar el telón de yeso que pone fin en tan pequeño nicho a peripecias de vida tan largas, que nos dejen permanecer un poco más con nuestra propia imagen de lloros sin vernos arrollados por los condolientes del entierro programado a continuación, que ya avanzan por el sendero de grava tras su furgón correspondiente y nos vuelven a recordar la pérdida con el parecido de sus caras de llanto.
No dudaba yo, sin embargo, del dolor de ese amigo ausente del entierro, ni él habrá pensado -pues ni él ni yo creemos en las consolaciones de ultratumba- que seguí aquel cortejo fúnebre por cumplir con un mandamiento. Pero al dejar atrás la verja del cementerio, en el momento inevitable del recuento de los que hasta allí hemos ido y ahora quedamos fuera con esa mixta sensación de desconsuelo y desconcierto, me convencí de que, al margen del servicio para muchos religioso, hay en el uso humano de acompañar a los muertos hasta y en su morada final un desafío más justificadamente sagrado a la ley infundada que manda en nuestras vidas.
De la muerte se habla -a partir del primer poeta que notó la carencia de otro ser- como del "reino de las sombras". Que resulte sitio sombrío y que apenas se vea entre la cantidad de los que allí van a parar debe de ser, mucho me temo, cierto, pero no estoy dispuesto a conceder a esa tierra baldía rango de reino. El reino conocido, el más estable, el único legítimo de sangre y cuna, es el de este mundo, aunque sean, naturalmente, de respetar los que confían sus votos al largo plazo de un reino de los cielos. A lo que nunca puede dársele poder estatutario es al intermedio (según aquéllos) o cierre de la muerte. La muerte no es injusta, como un poeta afligido por el último suspiro de su amada tuvo que ser el primero en decir: la muerte está al margen de toda norma pactada por los hombres, y se presenta más que como amenaza como un alzamiento de fuerzas insatisfechas que arrebatan -a menudo intempestiva y traicioneramente- el derecho a partir del cual las personas se molestan en organizar su existencia.
Alguien a cuya muerte pocos lloraron y cuyo entierro tuvo escasa compañía, pero cuya tumba es desde hace tiempo punto de visita y congregación, lo dijo con su característica vis sardónica: "Todo el mundo nace rey, y la mayor parte muere en el exilio". Que Oscar Wilde, autor de la ocurrencia, muriera en un exilio tan real como miserable no ha de distraemos del hecho de que la muerte, en efecto, exilia brutalmente, sin razones de Estado y sin sustitución posible del destronado, a ese rey de su propia vida que todo hombre consigue ser con su solo esfuerzo.
Escoltar a nuestros muertos al literal no man's land del cementerio -disimulado campo de concentración que la muerte dispuso para los que secuestra de la vida- sería, pues, un acto de lealtad política, la única manera de confabularse civilmente contra la sedición mortal.
En las pocas y demasiadas veces que he ido últimamente a enterrar a amigos (Diego, María, Juan, Fernando, y mencionar sus nombres es otra forma de burlar el anatema con que la muerte trata de suprimir definitivamente a sus víctimas) me sentí, al lado de los otros acompañantes, un poco más valiente, casi heroico: no por sobrevivir, sino por figurar en la escuadra de quienes -al igual que los fieles que oponiéndose a las leyes marciales acompañan hasta la frontera al gobernante depuesto- afirman con el gesto de su procesión silenciosa el convencimiento de que no por irse forzosamente aquel hombre o mujer reinante en nuestro corazón dejará de estar entronizado en su papel de pieza fundamental del ordenamiento de nuestros deseos.
Volver al cementerio cada año, en unas fechas señaladas o en otras, cumpliéndose o no el día de aniversario, es un acto de afirmación en las ideas de razón, en absoluto un rito atávico y supersticioso. Parados ante el túmulo del rey que nos arrebataron en la madurez de su potestad, del joven príncipe que ni siquiera tuvo ocasión de ejercer soberanía en la tierra, de la reina-madre que no logró transmitir la ciencia de gobierno acumulada en su vida regente, hacemos, sin necesidad de rezar, sólo estando, una apología de la legitimidad de vivir.
Y al salir de allí, cada vez que fuimos -e iremos- tras el cajón de madera donde la Facciosa obliga a esconder al último ajusticiado, el honor que como compañeros de viaje tenemos al dar la espalda a ese salvaje país de la muerte nos conforta.
Volveremos a casa, a nuestro cada día más reducido refugio de resistentes a la tiranía, y en el altar de los muertos pondremos a arder la única lámpara valedera contra la tiniebla: palabras de recuerdo. Ellas y las reliquias y los regalos y las cartas y los retratos mantendrán viva la consigna que nuestro condenado nos dio al morir: contra toda esperanza, sólo por la justicia de la causa, hay que seguir luchando.
es escritor.
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