Que me devuelvan el esqueleto
A la primera mujer que contemplé desnuda, además del vestido, le faltaba todo el revestimiento óseo: era un esqueleto. Me encontraba con ella en el soberbio edificio del Museo de Ciencias del paseo de la Castellana, donde ocupaba una vitrina situada en la galería del primer piso. Tenía una sonrisa algo exagerada, como todas las hembras de su condición, pero a mí me gustaba que me mirase desde aquellas cuencas tan profundas mientras me mostraba sus dientes y sus muelas. en una provocativa carcajada. Había a su lado, también en esqueleto, un tipo al que nunca presté demasiada atención, quizá por una cuestión de celos, aunque sé que no había nada entre ellos: estaban juntos para mostrar al público las diferencias arquitectónicas entre la mujer y el hombre. Para los que no conocieron la época de la prohibición de la carne, quizá resulte un poco rara esta confesión de amor tan cartilaginosa, pero la verdad es que con un esqueleto tan delicado como el de aquella mujer del Museo de Ciencias no era difícil, si tenían una imaginación concienzuda, reconstruir las sucesivas capas de tejidos que conforman un cuerpo (a mí el que más me excitaba era el epitelial). Quizá por eso luego siempre encontré más placer en vestir a las mujeres que en desnudarla.Pero aquel viejo Museo de Ciencias poseía otras cosas notables. Recuerdo, por ejemplo, una vitrina desde la que nos contemplaba con infinita tristeza una familia de chimpancés disecados. La madre llevaba un bebé en el brazo derecho y extendía el izquierdo, con un gesto de protección, hacia los otros hijos. Parecía un anticipo de algunos telediarios que veríamos muchos años más tarde. Además, como era un chimpancé, se le permitía ir con las tetas al aire y yo me fijaba mucho en ellas para reconstruirlas luego imaginariamente sobre mi esqueleto favorita. Y otra cosa que me gustaba mucho era la sección dedicada a los insectos, quizá porque cada una de las vitrinas donde aparecían representaba un microcosmos muy parecido a los pequeños túneles y galerías donde se refugiaba nuestra imaginación para protegerse del exterior hostil. Pero además tenía una sección de peces y cangrejos que olía a formol, y varias salas dedicadas al mundo de las aves. En fin, las visitas a aquel museo eran muy formativas, además de resultar francamente inquietantes. Las últimas veces que fui a verlo, los animales disecados estaban llenos de polvo, como si les hubiera salido caspa, pero mi esqueleto continuaba muriéndose de risa, y el recorrido, en general, seguía poniéndole a uno los pelos de punta. ¿Qué más se le puede pedir a un museo de ciencias? Su secreto consistía en que detrás de la disposición de aquellas salas había un pensamiento. Es cierto que estaba todo viejo, sucio y desastrado, pero aun así se percibía el esfuerzo de una inteligencia ordenadora.
Un buen día lo vaciaron y desde entonces viene dedicándose a hacer exposiciones. La última, Amada Tierra, atrae, a pesar de los precios, a cientos de personas cada fin de semana. Yo hice cola un par de sábados sin conseguir entrar, y, finalmente, decidí acudir un miércoles. Bueno, qué le voy a decir, se trata de una muestra un poco cutre de ese, marketing ecológico-sentimental, que tantos beneficios da a sus patrocinadores. Si el cuerpo central de la exposición, que no es más que una sucesión absurda de escaparates, se la hubieran encargado a los decoradores habituales de El Corte Inglés habrían hecho algo digno. Total, que hemos perdido un museo de ciencias sucio, pero inteligente, a cambio del pensamiento limpio y débil de estas exposiciones dignas de una mercería de barrio. Que me devuelvan mi esqueleto.
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