Major se hace keynesiano
LOS PROBLEMAS políticos y económicos de John Major se habían ido acelerando en los últimos días hasta acabar poniéndole contra las cuerdas. Por un momento peligró incluso su liderazgo cuando los rebeldes de su propio Partido Conservador intentaron derrotarle en la Cámara de los Comunes. Ello hubiera supuesto su final político.La sorprendente respuesta del primer ministro ha sido el anuncio, ayer, del lanzamiento de una nueva política económica para la revitalización de la coyuntura británica, basada en premisas completamente distinta! a la ortodoxia monetarista de su predecesora, Margaret Thatcher, y de cualquier prédica conservadora. Se termina con la dictadura antiinflacionista y ¡se utiliza la inversión pública como principal estímulo de la actividad económica! Ello parece alejar de hecho las posibilidades de un retorno a corto plazo a la disciplina del Sistema Monetario Europeo; en efecto, la libra esterlina no regresará en un futuro previsible al entorno cambiario europeo y las tasas de interés serán reducidas. Es la respuesta de un Major que no quiere ser testigo pasivo de cómo la recesión que padece el Reino Unido (la más larga y profunda desde la década de los años treinta) se convierte en una depresión irrecuperable. Keynes calificó ese fenómeno depresivo con estas palabras: "Lo peor".
Este espectacular giro ha pillado a la comunidad internacional completamente por sorpresa. Lo importante para Major es que ha producido un cierre de filas conservadoras y un cierto renacimiento de la fortaleza política del premier. La incógnita, sin embargo, es qué resultados producirá esta contorsión de 180 grados, que en esencia supone una vuelta a planteamientos de política económica más próximos a los esquemas keynesianos que a los ultraliberales otrora dominantes en su partido. Major asegura confiadamente que la inflación no se disparará y que las nuevas medidas "crearán las condiciones para un crecimiento no inflacionario".
John Major ha optado por la supervivencia. El tiempo dirá si el regreso a la economía neokeynesiana ha condenado de paso a su país a la segunda velocidad europea. Es interesante que las nuevas formulaciones recuerdan en cierto modo las propuestas del candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Bill Clinton.
Pero hay otro problema significativo en Gran Bretaña. En la cumbre europea de la semana pasada en Birmingham, Major anunció que la situación de la minería del carbón inglesa había llegado a tal punto que se había hecho necesario cerrar inmediatamente 31 pozos y licenciar a 30.000 mineros. La propuesta no era nueva, sino que ya había sido lanzada antes del verano por Michael Heseltine, ministro de Industria y Energía, como única solución para salvar los restos del sector del carbón. La reacción social que se produjo en todo el país fue de tal calibre que la soterrada rebeldía anti-Major que bullía en el seno del Partido Conservador estalló enseguida en forma de una rebelión directa en la Cámara de los Comunes. Tanto, que se pronosticó que, en la votación que debía permitir el cierre de los pozos, el Gobierno de Major resultaría derrotado. El premier tuvo que dar marcha atrás, proponer el cierre aplazado de sólo 10 pozos y el licenciamiento de sólo 10.000 mineros, consiguiendo así controlar la incipiente indisciplina de su partido.
Esta crisis tiene dos elementos: el problema de la minería del carbón y las dificultades políticas de Major. Ambos le nacen de la complicada herencia que recibió de Margaret Thatcher. Por una parte, debe recordarse que la revolución industrial llegó de la mano del carbón del condado inglés de Yorkshire y que ha sido, en cierto modo, la columna vertebral de la economía británica, el emblema de la lucha de clases y el elemento definidor del sindicalismo. Su época de oro empezó a declinar cuando, en 1911, la Navy, la Armada británica, dejó de utilizar el carbón como combustible para pasarse al petróleo. Desde entonces, todo fue cuesta abajo, aun cuando hubiera épocas de respiro, especialmente a partir de la década de los sesenta, en que la producción de electricidad en el Reino Unido dependió en gran medida del carbón.
Pero las verdaderas dificultades ocurrieron cuando Margaret Thatcher, habiendo ganado su, tercer mandato y habiendo derrotado a sindicatos y mineros en la terrible huelga del carbón de 1984-1985, anunció en 1987 que se proponía privatizar la compañía británica de producción de electricidad, lo que incluía la energía nuclear. Pronto quedó claro que el proyecto, precisamente a causa de la costes de ésta, era inviable económicamente. Lo único que quedaba en la manga del Gobierno conservador era un proyecto de privatización de Bristish Coal (Carbón Británico) lanzado en 1988 y aún no resuelto hoy, como ha quedado claro en estos días.
Los backbenchers (diputados que no ocupan puestos relevantes en grupo parlamentario) conservadores más afectos a Margaret Thatcher tenían desde la dimisión de ésta, hace casi dos años, una revancha que tomarse no sólo con Major, sino con Michael Heseltine, que fue el primero en clavar un cuchillo a la dama de hierro y en proponerse como candidato a sustituirla. No pudo conseguirlo y Major accedió a la jefatura del Gobierno gracias, en parte, a su condición de heredero de Thatcher, y en parte, a su control del aparato. Este control le sirvió hace pocas semanas para ahogar los brotes de insumisión de los euroescépticos en el congreso anual de los conservadores en Brighton y le ha servido ahora para imponerse a los backbenchers. Una peripecia en la que, en todo caso, su base de poder ha quedado seriamente tocada.
Faltan elementos aún para conocer los caminos por los que el Reino Unido afrontará el final de siglo. Pero una cosa está clara: la revolución conservadora que exportó en los años ochenta ha conducido, por el momento, tan sólo a una confusión que impide saber cuál será el papel de este país, acostumbrado siempre a estar entre los mejores.
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